Un aforismo popular, en verdad hermoso y emotivo, proclama textualmente que "San Martín y Villárdiga dos lugares son, que desde lejos parecen la luna y el sol". Y es que ambas localidades, perdidas en la desnuda planicie, atraen sobremanera. Sus núcleos, ante la excesiva desolación paisajística, vienen a ser algo así como un puerto seguro, un refugio acogedor a salvo de cualquier desvalimiento.

Observando detalles, los dos cascos urbanos buscan amparo en su proximidad. Están tan cerca que parecen un único poblado. Sólo los separa el río Valderaduey, a cuyo cauce se arriman. No obstante, el distintivo diferenciador de los campanarios de sus iglesias permite singularizarlos. Todo lo demás, todo el contorno, viene a ser tierra despejada, en la que los anhelos se desvanecen en lontananza, sin encontrar otros elementos en los que detenerse.

Al deambular por la llanura, inmersos en su vastedad, apenas apreciamos otra cosa que suelo y cielo, desprovistos en lo demás de componentes accesorios. Pero es en esa simpleza donde reside una intensa grandiosidad. Para captarla en toda su magnitud ideamos un itinerario en el que aprovechamos los caminos actuales surgidos tras la concentración parcelaria. Esas pistas fueron marcadas tomando como base la línea recta, dada la ausencia de accidentes orográficos que obligaran a recodos o acusadas ondulaciones.

Dada la ocasión, seleccionamos el término de Villárdiga para hacer por él nuestro recorrido. Como punto de partida salimos del extremo sureste de su casco urbano, del final de la calle de la Cañada. Allí, cuando terminan los últimos edificios topamos con una encrucijada en la que elegimos el ramal de la izquierda. Esta ruta se denomina camino de los Ciervos y enfila directa hacia el solitario cementerio, alejado del casco urbano casi un kilómetro. Tras centrar la atención sobre ese camposanto, advertimos que queda santificado desde su centro por una esbelta cruz de hierro. Un poco más adelante la calzada sufre un quiebro y comienza una leve subida. En ese ascenso, un escuálido escaramujo adquiere un relevante protagonismo debido a su excepcionalidad. Avanzamos por un incipiente vallejo, drenado en sus fondos por el desmedrado regato de las Fuentes. A las orillas de este modesto cauce acuático avistamos también un aislado tamariz. Hacia el oriente, una gran finca ha sido repoblada forestalmente, transformada en un pinar cuyos plantones son aún de corta talla.

Atravesamos por el medio de parcelas en barbecho o sembradas de cereal hasta alcanzar las lindes de las tierras locales. Esa divisoria queda definida por una hirsuta cerca de alambres de espino, barrera que impide continuar hacia la oscura y extensa masa arbórea que divisamos en una relativa cercanía. Junto a esa valla se marca una irregular rodera. Aprovechamos su existencia para torcer hacia la derecha. Sin espacios forestales transitorios, alcanzamos tangencialmente uno de los confines del citado bosque. Por aquí sólo es una angosta punta arbolada que se adentra intrépida en la llanura. La forman recias encinas, un tanto degradadas en sus rebrotes y ramas inferiores, comidas y dañadas por la vacada que pasta a su sombra. Sorpresivamente, tras una curva, nos precipitamos cuesta abajo por una corta aunque vertiginosa rampa. Cruza por su base otro reguero conocido como arroyo de la Ermita, emisario del anterior. A su vera, favorecida por la humedad, prospera una minúscula aunque fecunda alameda, bien visible algunas decenas de metros hacia el norte.

Tras dejar atrás unos pocos y dispersos carrascos, alcanzamos de nuevo el bosque, asimismo formado por encinas. Anhelamos introducirnos en su interior, buscar refugio e intimidad frente a tanta desmesura, pero otra vez una alambrada impide el acceso. Estamos en los bordes septentrionales del Monte del Coto, una de las partes del notable y extenso Raso de Villalpando. Tal conjunto boscoso posee una gran trascendencia paisajística y ecológica, ya que viene a ser una auténtica isla vegetal en el medio de tantos espacios desnudos. A su vez, en sus espesuras se cobija gran parte de la fauna superviviente en estas soledades. Al observar los suelos advertimos que poseen naturaleza cascajosa, cantos redondos que no retienen la humedad. Deben a su nula aptitud agrícola el que fueran respetados por los arados.

Atraviesa por aquí la vieja Cañada del Monte, itinerario ganadero de carácter local. Su existencia nos sirve para retornar por ella al pueblo. En ese regreso, sobre todo en los primeros tramos, gozamos de un dominio general sobre gran parte de la comarca. Ese control panorámico es posible por hallarnos en una zona relativamente elevada, ventaja que, progresivamente, vamos a ir perdiendo. Ya casi al final, en el ángulo generado por una bifurcación hallamos unos pocos arbolillos. No son más de media docena, pero destacan sobremanera debido a su escasez. Desde ahí, por cualquiera de las dos direcciones que se nos ofrecen, alcanzamos enseguida el casco urbano.

Centrando ahora nuestro interés en el propio Villárdiga vemos una población modesta en apariencia, formada por edificios tradicionales de tapial a los que modernamente se han agregado ciertas viviendas nuevas bien diseñadas. No obstante, en contraposición con esa simulada mesura, al evocar la historia nos encontramos con una localidad que tuvo una señalada importancia en el pasado. Su nombre primitivo debió de ser Villa de Ardeka, siendo Ardeka o Ardega el nombre de un hipotético repoblador. Así figura en un documento conservado en el archivo de la catedral de León, fechado en el 1060. De tiempos muy anteriores se han localizado vestigios del periodo achelense en el pago de Camino de la Cordonera y tumbas con ajuar en el Teso de los Ladrillos. En el año 1042 Oveco Muñoz era dueño del lugar. Ese caballero, en compañía de su mujer y sus hijos, donó la aldea, junto con otras cercanas, al monasterio de San Salvador de Villaceth. Casi un siglo después todavía era feudataria de ese cenobio ubicado en Belver de los Montes. Más tarde cayó en poder de los templarios, quienes la administraron como encomienda autónoma o integrada en la de Pajares de la Lampreana. Tras la supresión de esa orden militar, al igual que sus otras posesiones, esta tenencia retornó a la corona. Avanzando en el tiempo, toda la Tierra de Villalpando quedó bajo el dominio de Arnao Solier, por entrega del monarca Enrique II, agradecido por su apoyo en la lucha contra Pedro I. Ese caballero cedió Villárdiga a su súbdito Bernal de Bartes. Tras el fallecimiento del citado Bernal su esposa María González intentó mantener la heredad en nombre de su hijo Juan. Sin embargo, pese a asistirle la razón y recibir ciertos apoyos, la posesión retornó a los señores de Villalpando, que por entonces ya eran los Velasco.

Emergiendo con energía por encima de todos los tejados, la iglesia parroquial, titulada de Santa María del Realengo, destaca por su desmesurado volumen. Su exterior es sobrio, casi adusto, creado con una combinación de tapial enjalbegado y ladrillo. Descuella el campanario, antaño una torre cuadrada, desmontada hace unas décadas para adoptar ahora las formas de una singular espadaña. La entrada, protegida por un amplio portal, está formada por un arco creado con siete dovelas de piedra. En uno de esos sillares aparece esculpida una enigmática cruz patada. El material pétreo aquí usado hubo de traerse de lejos, ya que no existe cantera alguna en un amplio contorno. Toda esa mesura externa por el interior se torna en una sublime belleza. El retablo principal es una magnífica obra renacentista. Posee ocho grandes escenas pintadas, que representan secuencias de la vida de la Virgen. A ellas se agregan diversas esculturas, además de una excelsa marquetería en frisos, columnas y medallones. De esas tallas sobresalen las de San Isidro y Santa María de la Cabeza, un tanto distintas de las demás. Afirman que fueron traídas de una ermita en nuestros días desaparecida. En su conjunto, todo fue realizado en la década de 1530, atribuyéndose los trabajos de pincel, según unos, a Martín de Carbajal y, según otros, a Lorenzo de Ávila. A modo de suntuoso y admirable dosel, el presbiterio se techa con una armadura leñosa, octogonal, de carácter mudéjar. La base de su trama la forman complejas estrellas de diez puntas, combinándose entre sí para lograr una intrincada maravilla. Del centro de su arneruelo pende un voluminoso mocárabe. La nave también aparece cubierta de madera y aunque se presenta sólo funcional, la rítmica combinación de vigas desnudas genera grata armonía. Pero no termina aquí la riqueza del templo. Existen otros retablos laterales, dos de ellos semejantes de estilo rococó. En uno se entroniza una noble y solemne figura de Cristo en la cruz.

La sede del ayuntamiento queda adosada a la propia iglesia. Tiene acceso por el que fuera primitivo atrio, cual si antaño hubiera sido la vivienda del sacerdote. Esos espacios anejos están sombreados con un par de nogales y diversas acacias. El color lo agregan generosos rosales. Atendiendo a otros puntos de interés, a oriente del casco urbano se yerguen un par de depósitos del abastecimiento público del agua. A sus pies yace una fuente, deteriorada y seca en nuestros días. Ya a las afueras, contiguo con las casas por el lateral del norte, se eleva un cerro redondo que, a pesar de su escasa altura, posee un singular protagonismo paisajístico. Sobre su cumbre pudo existir antaño alguna hipotética fortificación, pero en la realidad actual sólo alberga las bodegas locales, abandonadas y hundidas casi todas. De ellas llaman la atención los hoyos oscuros originados al desplomarse sus viejas galerías. Acudiendo finalmente al otro extremo del pueblo, a orillas del río se ubica el Área temática de la estepa cerealista. En realidad es una campa dotada de cuatro grandes cartelones en los que, a todo color, se explican detalles sobre el clima, la fauna y la vegetación de estos parajes. Como complemento lúdico, cuenta también con un modesto parque infantil. Bien cerca, la carretera salva el cauce fluvial por un puente escueto no demasiado antiguo. Desde su pretil podemos observar el propio río, tan rectificado que parece una larga zanja.