Compañerismo, protección mutua y respeto, "esto es tuyo, eso es mío". Los valores de la manada, los que aprendió de los lobos, los mismos que la sociedad occidental vocifera pero practica poco, guiaron su convivencia con quienes fueron sus iguales, su familia durante 12 años en Sierra Morena, en el monte del señorito al que su padre le vendió con unos siete años. "No sabía el tiempo que tenía, ni cómo me llamaba". Supo adaptarse, sobrevivir y ser feliz, ha contado mil veces. Comienza siempre del mismo modo: el cabrero al que le encomendó el señorito "se puso muy malo".

Ese día, el mismo en que comenzaría su aventura en solitario con los animales salvajes como únicos vecinos, Marcos Rodríguez Pantoja, vio al pastor "acostado en una roca, me eché encima de él y me dijo que se iba lejos y le contesté "pero a dónde va a ir que no puede ni andar". Me cogió y me colgó al cuello esto", señala un colmillo de jabalí que aún lleva, un amuleto que le protegería, le dijo el pastor.

El pequeño comenzó a hacer un agujero para enterrar a quien había sido hasta entonces su único referente, "pero llegaron los buitres y se lo comieron en nada". Ahí comenzó su nueva vida, sin más poder que el fuego que el cabrero le había dejado hecho y que le aconsejó que no dejara apagar nunca.

Era su segunda pérdida, con tres años su madre había muerto y su progenitor volvió a casarse con una mujer que nunca quiso al pequeño, al que pegaba constantemente, según ha contado. Ella fue la que convenció a su padre para que le vendiera al señorito, como por aquel entonces era común entra las familias más pobres.

Su relación con los lobos comenzó al poco de quedarse solo. "Jugando me metí en una lobera, me quedé dormido". Los padres de los lobeznos llegaron. "Me coloqué contra la pared, la madre me pegó un manotazo, cortó carne y dio a cada uno un trozo". Hambriento, cogió un pedazo a un cachorro que se le aproximó jugando. Volvió a recibir un manotazo "de la madre y me quitó la carne". Después, "se me quedó mirando fíjamente, me fue arrimando carne y la comí". Asustado, pensó, "ahora sí que me come, pero no, se acercó y lamió la sangre de alrededor de mi boca".

Marcos creció apegado a la manada, conviviendo con el resto de animales, con quienes aprendió a comunicarse imitando sus sonidos, como el aullar de sus compañeros de viaje, los lobos. "Por el día estaba con ellos y por la noche, cada uno en su lugar, yo a mi cueva de una mina". Aprendió a cazar, aunque los lobos eran los que le llevaban las reses, "me quedaba en el río, las quitaba la piel", las preparaba para comer. Todo acabó cuando tenía 20 años, "los guardas ven a alguien que ni es animal ni es persona". Ahí terminó su aventura. No quiere recordar cómo le capturó la Guardia Civil, "sería de delito". No sabía ni su nombre. Identificado porque el monte tenía dueño, su comprador, le devolvieron a una civilización a la que no comprendía: "con las personas totalmente fatal, no podía convivir con tanto ruido" de regreso del valle en el que fue libre y feliz con los animales, sin más ataduras que la supervivencia.

Este cordobés, de buena planta a sus 70 años, ha perdonado a su padre, el mismo que le vendió. "Estoy orgulloso porque nunca tuve rencor". Al ser rescatado del monte, "me dijeron que le denunciaban" por el trato que le dio, "pero el cura me dijo que perdonara y perdoné. Si supiera dónde está mi padre y lo necesitara, lo recogería".