El río Cea, en su tramo final por la provincia de Zamora, discurre lento, casi indeciso, como si intuyera su próximo final en el Esla y pretendiera evitarlo. Tal dilación es consecuencia natural del leve desnivel de su valle, carácter que propició una deficiente escorrentía. En tiempos pasados y antes de la rectificación moderna, existían por allí numerosos meandros y zonas pantanosas. Ese encharcamiento hizo que los terrenos circundantes fueran insanos, inhóspitos para el asentamiento humano, que hubo de abandonarlos. Por ello, a pesar de la fertilidad del terreno, abundan los desolados, estableciéndose los pueblos actuales en una prudente lejanía.

Uno de los municipios que posee un retazo de su vega es el de San Miguel del Valle, el cual ocupa una de las esquinas de nuestra provincia, limítrofe con la de Valladolid y bien cercana a la de León. La localidad se sitúa a unos tres kilómetros del curso fluvial, al otro lado de unos suaves cerros. Para su emplazamiento se buscó una leve hondonada, abierta hacia la inmensa llanura de Tierra de Campos, comarca de la cual participa en todas sus características. El casco urbano se acomoda en una cuesta insignificante, por cuya base discurre el arroyo de la Huerga. Dada la escasa entidad de ese regato y la desnudez de sus riberas, añoramos la frondosidad del cauce del Cea y hacia él dirigimos raudos nuestra caminata.

Partimos de entre las casas por la denominada calle del Calvario. Esta vía ha de mantener el recuerdo de un perdido viacrucis, pues a su lado aún perdura una de sus probables estaciones. Se forma con una solitaria cruz, alzada sobre un lindón, rodeada ya de espacios libres. Áspera y de defectuosa talla, está cincelada en piedra, material extraordinario aquí, donde no existen canteras cercanas y el dominio del barro es absoluto. En nuestros días se nos muestra humilde, visiblemente inclinada y con uno de sus brazos fracturado. Pocos pasos más allá se asienta el cementerio, al cual bordeamos por su costado occidental. A continuación salimos a campos despejados, con amplias parcelas desprovistas de cualquier elemento vertical. Avanzamos por una buena pista designada con el simple, pero preciso nombre de camino del Río. Seguimos en dirección noroeste, sin casi variaciones. En un largo tramo la subida es continua, pero suave en todo caso. Dejamos a un lado el pago denominado El Cristo, tal vez evocación de alguna ermita perdida y al otro lado el del Llano de San Andrés, que alude el despoblado de ese nombre. Coronamos al fin el alto. Unas pocas y diminutas encinas agregan su leve figura en una parcela inmediata. Esos arbolillos y otros pocos de más allá han de ser el último vestigio de un bosque primigenio desaparecido, talado para poder sembrar cereales en sus espacios. Carentes de estorbos y barreras, se nos presentan amplias panorámicas. De ellas, al volver la vista atrás aparece el propio San Miguel perdido en la planicie. Bien cerca, Valdescorriel se manifiesta por el rotundo campanario de su iglesia y las voluminosas naves de sus modernas fábricas. Hacia el otro lado, hacia el oriente, surge el vallisoletano Roales, también extrañamente próximo, casi inmediato. Las tres localidades parece que buscaran amparo entre ellas, rodeadas en lo demás de una imponente desnudez.

Después de un solitario cruce iniciamos la bajada. Por ese lado el paisaje se anima, pues ya divisamos la amplia sucesión de sotos que acompañan al lecho fluvial. Como preámbulo de la densa vegetación que luego vamos a encontrar, en baldíos y márgenes inmediatos prosperan almendros, espinos y escaramujos. Llegamos al fin a la zona de vega, en la que destaca la fecundidad de sus suelos. Tras dejar atrás un par de bifurcaciones, en las que mantenemos la dirección, penetramos entre las densas choperas ribereñas. Junto a ellas discurre uno de los viejos brazos del río, seco en nuestros días, con sus fondos llenos de cañaverales.

A mano derecha se abre una pradera amable y acogedora, protegida por un frondoso cerco de árboles. Aunque aparecen otras especies, dominan los chopos autóctonos, algunos muy viejos, de troncos llamativamente gruesos, deformados por nudos y protuberancias. Son ejemplares admirables, sin duda centenarios. En este rincón celebran todas las primaveras una emocionante romería. Tradicionalmente tuvo lugar el lunes de pentecostés, trasladada ahora al domingo siguiente. Las gentes del pueblo acuden en procesión hasta aquí, portando una imagen de Nuestra Señora denominada de la Torrica. Vienen a este paraje porque aseguran que la figura mariana se apareció o la encontraron en un enclave cercano. En realidad, esa escultura es recuerdo y testimonio de otro despoblado, el de Santa María de la Torre, yermo desde finales del siglo XV, cuyos solares se repartieron con Valdescorriel. Tras celebrar una misa y disfrutar de un día de alegría y convivencia campestre, los romeros regresan a sus casas al atardecer, siendo recibidos a la entrada del pueblo por las personas que por alguna circunstancia no pudieron acudir a la fiesta, las cuales portan a la Virgen del Rosario.

Pocos pasos nos quedan ya para llegar al propio río. Lo veremos poderoso, con límpidas corrientes que dejan ver sus fondos poblados de verdes ovas. Para cruzar su cauce existe un notable puente. Consta de cinco ojos, creados con arcos algo rebajados, de los cuales el central es el mayor, lo que da un perfil de lomo de asno. Se le suele señalar como obra romana, aunque es muy probable que sea muy posterior, tal vez del siglo XVI. En nuestros días su estado de conservación es precario, con parte de los pretiles derrumbados, además de grietas en las bóvedas. Está en marcha un venturoso proyecto para su restauración.

Tras pasar a la margen derecha, se extiende por allí una extensa chopera plantada no hace muchos años. Ocupa en gran parte una isla limitada por el cauce principal del río y el caz del viejo molino cuyos muros se alzan bien a la vista. Esta factoría harinera tuvo gran importancia en el pasado, perdurando noticias de su actividad al menos desde el siglo XV. En viejos documentos se lee que desde aquellas fechas hasta tiempos relativamente recientes fue una rentable posesión de los Pimentel, señores feudales de la localidad. Todavía se aprecian sus formas como edificio firme y sólido, bien construido, creado con sillería en su zona inferior y ladrillos y otros materiales más livianos en los pisos superiores. Resisten con toda su fortaleza cuatro cárcavos libres, además de otro tapiado, generados con arcos redondos. Entre ellos, para agregar mayor reciedumbre, se dispusieron poderosos contrafuertes. Aún se conservan vestigios de los rodeznos y de otros utillajes, testimonios de la funcionalidad de antaño frente al abandono actual. Los tejados se han hundido y las gentes del pueblo lamentan esa ruina, pues siempre estuvieron orgullosas de estas instalaciones.

Si continuamos camino adelante, tras algunas decenas de metros accedemos a una senda transversal. Justo en frente se yerguen, distanciadas, varias marras de piedra. Son hitos pétreos de más de metro y medio de altos, tallados como esbeltos prismas cuadrados. Aquí finaliza el término local, quedando al otro lado parcelas que nos dicen que antaño fueron propiedad de los Silvelas. La gran dehesa de Escorriel, que es otro de los desolados, comienza en las cercanías y un poco más arriba la de La Mata. Cruza por esta zona el itinerario ganadero designado como Cañada de la Zamorana, trazada en paralelo al Cea. Sirvió de enlace entre las más importantes de la Vizana y la Leonesa Occidental.

Decididos a regresar, volvemos al puente, para, un poco más allá, en dos empalmes casi juntos, decidir por qué itinerario continuar. Ante esa alternativa, para no repetirnos, optamos por la pista que arranca a mano izquierda, vega arriba, más fácil de seguir que la dirección opuesta. Por ella, después de una curva muy marcada y una bifurcación, enfilamos hacia el pueblo, para llegar a él justo al lado de las tapias del cementerio, de donde antes partimos.

Atendiendo ahora al propio casco urbano, al contemplar fotografías aéreas advertimos que la disposición de las calles y edificios marca una planimetría llamativamente rectangular, a la que se agrega una especie de ensanche hacia el oriente. Esa disposición se explica por los aconteceres históricos. Se sabe que la localidad no es demasiado antigua. Perteneció a los Condes de Benavente, los cuales otorgaron carta puebla en 1468. Su término formaba una especie de enclave rodeado de las posesiones de los Osorio de Astorga, familia rival. Por ello, a finales del siglo XV, los Pimentel, ordenaron la construcción de una muralla que defendiera el lugar en previsión de ataques de sus enemigos. Esa cerca, desaparecida casi por entero en nuestros días, condicionó la planta que se observa.

Emergiendo por encima de todos los tejados, la iglesia destaca por su volumen. Veremos un templo construido con una adusta combinación de materiales. La piedra se reservó fundamentalmente para los basamentos, sobre los que se alzaron muros de tapial y ladrillo. Pero, en general, todos ellos han resistido malamente el paso del tiempo. La torre se derrumbó hace ya muchos años y no repararon el destrozo. Otros lienzos muestran grietas y huecos, producidos por desvíos y erosiones. Las techumbres, originalmente de teja, fueron sustituidas por otras de ingratas uralitas. La reciente colocación de andamios agrega la esperanza de una restauración. El interior, amplio y luminoso, posee un retablo mayor neoclásico, además de otros laterales no demasiado antiguos. En uno de ellos está la imagen de la Virgen de la Torrica, la de la romería ya señalada. Afuera, existe un atrio limitado por recia pared, al que se accede por un par escalinatas. En su centro se alza una sobria cruz pétrea.

Al pasear ahora por las diversas calles, encontramos detalles atractivos. Cerca de la iglesia, una de las casas muestra una noble fachada de ladrillo, con frontones triangulares sobre los balcones del piso superior y un original pináculo que prolonga en altura una de sus esquinas. No muy lejos, en otro inmueble descubrimos un par de relieves ovoides que contienen figuras de angelillos. Muy peculiar es el Pozo Villa, sondeo que surtió secularmente de agua a los vecinos. Su pretil de piedra, muy desgastado por el roce de las cuerdas con las que manipulaban los calderos, se refuerza con un cincho de hierro.