Ver a Fidel Castro en Cuba ha sido misión imposible durante casi medio siglo, salvo en esos estudiados discursos en la Plaza de la Revolución, donde se congregaban todos los isleños, afines y no afines. Porque en Cuba, al menos hasta hace pocos años, se pasaba lista y hasta en la víspera de las elecciones los periódicos del régimen ya titulaban con el número exacto de personas que iba a acudir a las urnas. No fallaban. El comandante cercano que el 8 de enero de 1959 entró en La Habana tras los éxitos de Camilo Cienfuegos y el Che Guevara nada tuvo que ver después con la figura, mitad hombre, mitad misterio, en la que se convirtió. Distintas residencias, hermetismo absoluto sobre su día a día? Eso sí, continuas apariciones en la televisión pública combinadas con teleseries sudamericanas con las que los cubanos trataban de olvidar las penurias y esperar la "canasta" mensual de racionamiento. Una anestesia para el pueblo. De ahí que lo que menos esperaba en aquellos primeros días de abril de 2005 fuera coincidir con el comandante Fidel Castro en una misa funeral en la Catedral de La Habana vieja. Fue en el acto organizado por el propio Gobierno castrista en honor del fallecido papa Juan Pablo II. Un gesto que ya forma para siempre parte de la Historia.

El pontífice polaco fue el artífice del acercamiento de Castro con la Iglesia. Así lo demostró en su visita a Cuba en 1998, donde la seducción fue mutua entre ambos mandatarios. El encuentro dio sus frutos y el régimen castrista comenzó a ser mucho más permisivo con los medicamentos, comida y toda la ayuda humanitaria que a partir de entonces llegaría hasta la isla a través de las distintas órdenes religiosas. Otro bálsamo para el pueblo. Y Fidel lo sabía.

El 5 de abril de 2005, tras la muerte del papa, comenzaron los rumores sobre la celebración de una misa funeral por su alma en la Catedral de La Habana. Los comentarios pasaron a hechos concretos con la instalación de pantallas y megafonía en el exterior para que los ciudadanos pudieran seguir la ceremonia. ¿Acudiría Fidel? Esa era la gran pregunta. No hubo ninguna comunicación oficial, pero allí estuvo, para pasmo de quienes estaban acostumbrados a encuadrarle vestido de caqui y lanzando soflamas desde la tribuna. Un grupo de españoles, gracias a la ayuda del sacerdote Narciso de la Iglesia, que copresidió en el altar mayor, conseguimos acceder al templo seis horas antes para burlar los controles de seguridad que ya comenzaban a ser evidentes y burlar un perímetro que luego quedaría acotado. Una vez en la Catedral, donde se habían registrado, literalmente, hasta los cirios, nos colocamos a unos cincuenta metros del altar, junto a parte del coro y atrapados entre unas rejas que a punto estuvieron de aplastarnos. No era posible acercarse más. Las bancadas estaban reservadas para las órdenes religiosas con presencia en la isla y para los representantes diplomáticos.

Y allí, a punto de comenzar la ceremonia, apareció Fidel Castro para ocupar la primera fila. Los pocos cubanos civiles que estaban en el interior no daban crédito: "¡Es él, es él!", devolvía el eco. El comandante había aparcado el uniforme. Vestía de negro, erguido, solemne. Fueron dos horas intensas, sofocantes, las únicas en las que estuve más cerca de lo que nunca hubiera imaginado del comandante Castro, y en el lugar más insólito, una catedral. Una vez terminado el oficio, el arzobispo Ortega agradeció su presencia, lo que provocó un amago de aplauso entre parte del público, una reacción casi mecánica a la mínima intervención presidencial. En aquella ocasión, la salva se cortó de inmediato: solo fue necesario un gesto del presidente del país. Se despidió y salió como había entrado, entre grandes medidas de seguridad y a un destino solo conocido por su escogido grupo de colaboradores. "Cambia de forma constante de casa", me explicó un isleño.

En mi retina y en mi cámara aún guardo esa imagen, la del comandante de espaldas ante el coro y el altar. Y pienso en los que le llegaron a llamar el "sacerdote de la revolución", o en esa paloma blanca que se posó en su hombro derecho en la fortaleza Columbia, en pleno discurso de victoria. Dicen que hubo personas que al contemplar esta escena se santiguaron. No llegué a atisbar si él lo hizo aquel 5 de abril de 2005 en la Catedral. Allí estuvo, en el mayor templo católico de la isla, para asistir a una misa. Por una vez durante 120 minutos fueron otros los que hablaron y él el que guardaba silencio, inmerso en su mundo interior, como en otro plano, en el que ahora quizá se haya reencontrado con Juan Pablo II.