De cuantos lo intentaron, el que más impresionó a la abuela fue un joven que acababa de llegar a Córdoba y del que se hablaban maravillas en muchas leguas a la redonda. No sólo era capaz de descifrarlos sino que su clarividencia, fruto de la observación según él mismo reconocía, alcanzaba el futuro de las personas que aparecían en ellos.

Él fue quien dijo a la anciana que la pequeña rama desgajada que en el sueño reverdecía junto a una torre coronada por dos campanas y crecía hasta convertirse en copuda palmera formaba parte de su estirpe y llevaba la misma sangre. Un descendiente lejano que habría de brillar con luz propia lejos de Al- Ándalus, la tierra que le vería nacer.

La interpretación la tranquilizó, sin embargo, la abuela Rosamunda no llegó a conocer en su totalidad el sueño. Y bien que le hubiera gustado pero, por más que lo intentó, aquel joven brillante no fue capaz de explicar el significado de los cuerpos celestes gravitando en torno a la torre ni el sorprendente crecimiento de ese árbol sagrado para los musulmanes y del que se habla con admiración en el Cantar de los Cantares.

Algo semejante contaba cierto monje mendicante haber visto en la «Frontera Media» donde, en algún momento, había sido objeto de la caridad de un priorato cuya descripción coincidía con la edificación que aparecía en el sueño. En el monasterio del que hablaba no había concesión alguna al boato ni al derroche. El mármol no existía, quizás porque las canteras estaban alejadas o, sencillamente, porque la observancia de la Regla obligaba a a la pobreza. En absoluto se apreciaba voluntad alguna de seducir a quien traspasara sus muros como era habitual en las edificaciones del norte en las que abundaban maderas nobles y las abadías acumulaban tanto poder que algunas, incluso, acuñaban monedas.

Este cenobio carecía de recursos no ya para abrir escuelas como hacían aquéllas, sino para tener un mínimo dispensario. Sin tierras ni deudos que contribuyesen a su enriquecimiento, era uno más entre los muchos de la zona, sin embargo, la armonía de las formas atraía desde el primer momento. Especialmente un pequeño patio interior de forma cuadrangular y tres plantas asentadas sobre arcadas estucadas y tímpanos abrillantados con cera de abeja. En la primera aparecían multitud de aves con cuellos largos y patas de extrema delgadez, en la segunda planetas gravitando en el espacio celeste y en la superior Dios Nuestro Señor, coronando la extraña composición y rodeado por mártires y ascetas.

Se trataba, sin duda, de códigos arcanos cuyo significado sólo los monjes conocen. Quizás las zancudas representaran las redomas donde los miniaturistas elaboran sus tintas mezclando ingredientes orgánicos con orina fermentada y los cuerpos celestes, en un plano inferior al de Jesucristo, la subordinación del universo a su divina voluntad. Podría ser. En cualquier caso, aquel joven observador fue incapaz de relacionar el relato del monje mendicante con la rama desgajada ni con su fantástico crecimiento de modo que la anciana nunca conoció el significado completo de la pesadilla.

Ella, la abuela Rosamunda, se fue a la tumba sin saber que lo que del sueño surgía era el cenobio de un pueblo remoto en el que, muchos años más tarde, uno de sus descendientes habría de brillar con fuerza tal que acabaría eclipsando y condenando al olvido cualquier otro logro familiar. Se llamaba Magius, un ser de figura pequeña y carácter apacible que habría de convertir en universal un quehacer, hasta su llegada, más propio de obreros y artesanos que de artistas.

Sucedería en la soledad de un scriptorium. El del monasterio de San Salvador de Tábara, próximo ya el año mil, en el oeste peninsular.