Ha caído una inmensa nevada. Me levanto con intención de subir al pueblo viejo para atender a los animales, que hoy no podrán salir de la cuadra. Pero es imposible. Ni por la vega ni por la carretera podría llegar. Habrá que esperar a ver si más tarde despejan el camino un poco. Con mucho trabajo consigo salir hasta el cercano muro del río a la vera de la espadaña de la iglesia vieja de San Juan, en la cabecera misma del lago y extiendo la vista hacia él, a mi derecha y hacia la sierra, a mi izquierda. Un inmenso manto blanquísimo lo cubre todo. Imagino la meseta más allá del horizonte y la belleza del paisaje, inmensos neveros que ya permanecerán hasta el verano. A mi espalda, muy cerca, pasan los cables de alta tensión que de torreta en torreta y desde la central, forman una autopista aérea sobre nuestros montes, hacia otras tierras, al naciente, transportando la energía que nuestras lagunas y ríos producen. El momento es intenso y emotivo, reúne todos los elementos que han condicionado nuestra existencia, que han configurado nuestra vida: Lago, campanario, montaña, agua, pueblo viejo y nuevo, central, el pasado, el progreso, la vida, la muerte… y la nieve que desaparece en el Lago, que permanece en la montaña, como ha ocurrido siempre.

En mi mente resurge con fuerza aquel día no tan lejano en que otra nevada tiró los postes de la sierra y quedaron enterrados en la nieve; yo tuve que ir con mi pareja de vacas a levantarlos. Por un instante quiero pensar que sólo fue una pesadilla, pero no, fue una experiencia cuyo recuerdo aún hoy me provoca estremecimiento.

Fue a mediados de los años sesenta. Una tarde volvió mi marido a casa, y me contó que los postes del tendido eléctrico de la sierra se habían caído y necesitaban una pareja de vacas que levantaran aquellos que estaban más enterrados. Lo miré entre sorprendida y asustada interrogándolo con la mirada ¿Qué me iba a mí ese asunto?

—Si quieres ir tú… Allí hay obreros y un encargado que harán todo el trabajo. Tú solo tienes que acompañar a los animales. Dice Martín que le han pedido alguien de confianza y que lo pagarán bien.

La sangre me subió a la cabeza y sentí una indignación rabiosa.

—¿Yo? ¿Otra vez a trabajar para aquella empresa? ¿Vamos a someter las vacas a ese peligro?—Mi abnegación llegaba a ese extremo, en ese momento pensaba más en las vacas que en mí misma.

—¡Sólo faltaría que yo tuviera que tirar de los postes y desenterrarlos!

Quedamos en silencio un momento. Luego dijo:

—Perdona, tienes toda la razón. No he sabido decirle que no a este hombre.

—¿Dónde están los postes? Pregunté con determinación.

—Entre Vega de Tera y el alto de Piachunta, sobre todo en la Bocana que es donde tú tendrías que ir.

—Total nada, ahí al lado. ¡Vaya por Dios! Con todo lo que tuvimos que trabajar al principio de las obras para subir los materiales, y ahora todavía esto. ¿Cómo van a entrar las vacas juñidas en la cuesta de la Bocana? ¿Qué pasa si les ocurre algo? ¿ Y si me ocurre a mí? Pagarán sí ¡Como nos pagaron entonces! dos perras por algo que no tiene precio ¿A quién le hacemos el favor? ¿No nos han hecho ya bastante daño? ¡Nos íbamos a hacer ricos con las obras y ya ves en qué acabó todo. A nosotros sólo nos han dado sufrimiento y pérdida.

—Así es, tienes toda la razón; le diré a Martín que busque a otro o que se arreglen como puedan.

Pero yo tampoco sabía decir que no. Él ya se había comprometido y tiré para delante.

El día fijado me levanté temprano, con las estrellas, que como tantas otras veces iluminaron mis primeros pasos, y me daban la seguridad y entrañable compañía. Juñí la pareja, y sola, con las vacas, emprendí el camino de Fuentelameiro a la sierra. Sentía muchas cosas, nostalgia, ante el recuerdo de aquellos viajes con el carro, con personas que habían sido víctimas de aquella obra que ellos ayudaron a comenzar, rabia, por aceptar otra vez un trabajo peligroso, siempre mal pagado y una profunda tristeza por todo ello, por nuestro destino.

Comenzaba la primavera; la naturaleza ofrecía sus primeros síntomas a pesar del frío: prímulas, campanicas, y brezo comenzaban a florecer en las orillas del camino, que hasta la fuente ya estaba limpio, pero a partir de allí solo se veía nieve que aumentaba a medida que nos acercábamos al Pico del Fraile. La calandria y el ruiseñor también me acompañaron desde las laderas y el cuco cantaba lejano, en la Beseda y en la Armena. Al pasar por la falda de Mallatorre recordé la noche que detrás de la Garbosa me interné en aquella profunda vegetación detrás de la vaca, con sólo 12 años.

El maravilloso espectáculo de la sierra era imponente, aquel manto blanco impoluto con ligeras ondulaciones como un mar en calma que reflejaba los primeros rayos de sol de aquella fría mañana, hacía olvidar por momentos todos los aspectos negativos y centrar la emoción en lo que se abría ante los ojos. Por supuesto había que andar por encima de la nieve, no se hundía, estaba endurecida de tantas nevadas acumuladas a lo largo del invierno. En la laguna del Pallón, algunos patos jugueteaban en los espacios donde el hielo se había roto o encima de él ¡Una imagen que había visto tantas veces!

En Piaxunta me esperaba el encargado y un operario. Caminamos juntos siempre sobre la nieve, siguiendo las señales que marcaban donde estaba la carretera enterrada. Con frecuencia a la Navarra se le hundían las patas. ¡Era tan grande y hermosa! Pero a pesar de la dificultad sobre todo para ellas, llegamos pronto a nuestro destino, La Bocana. La imagen del Moncalvo arriba y del inmenso hoyo abajo, hacia Tejos, era indescriptible. El hombre, me mostró el lugar exacto donde debíamos entrar a rescatar el primer poste, el más difícil. Me indigné y mi primera intención fue dar la vuelta, salir de allí con la pareja, y dejarlo. Pero me contuve.

—¿Cómo quiere que entren ahí las vacas? O se hunden en la nieve o caen dando vuelcos ladera abajo. ¡No puedo meter estos animales ahí!

—No se preocupe, la nieve está muy dura, no se hundirán. Confíe en mí. Si pasara algo nosotros nos haríamos responsables.

Lo miré fijamente y quise sonreír pero me salió una mueca de desaire.

—Mire, me dijo, si quiere quédese ahí y entro yo con las vacas a enganchar el poste en la cabria.

-No, no señor, si ellas no se hunden, yo tampoco. A usted no lo conocen, el peligro se multiplicaría. Yo entraré con ellas.

Acaricié con ternura a mis vaquitas y les hablé como si de personas cómplices se trataran: ¡Hala, bonitas, vamos a sacar esa viga. Despacito. Yo os guiaré, que San Antonio bendito nos proteja y nos ayude. Ellas asintieron con un suave movimiento de cabeza. Las coloqué en postura de retroceso hasta el lugar mismo del enganche, despacio, muy despacio, yo cogía cariñosa su cuerno, ora el de una, ora el de la otra y con mimo las iba acercando marcha atrás hasta el punto exacto del enganche. La ladera era muy pendiente y la postura para ellas muy incómoda, menos mal que no había placas recientes de hielo.

Le grité al hombre, ¡Enganche usted la cadena al poste, en el yugo la engancharé yo! ¡Usted no se acerque a las vacas! Un pequeño movimiento, un gesto inoportuno de cualquiera de ellos y nos iríamos las vacas y yo por la inmensa y blanca ladera abajo. Una vez el poste sujeto, sin soltar mi mano del cuerno y sin parar de mimarlas con un susurro cariñoso, las fui sacando hacia arriba y salimos. Los hombres observaban en silencio y a distancia, incrédulos y asombrados de la complicidad entre animales y dueña. Desde luego jamás ellos lo hubieran conseguido. Después hubo que sacar alguno más pero todo fue bien; los postes estaban en mejor sitio y ellos entendieron que las vacas no eran máquinas. Aunque el peligro de hundimiento o de caída persistía.

Terminamos pronto, mucho antes de lo que habían supuesto. Me felicitaron varias veces por el comportamiento de las vacas ¡Qué inteligentes! —decían— No es extraño que las aprecie como lo hace. Yo me mostré orgullosa y feliz. ¡Vamos bonitas! y les hice una caricia que agradecieron inclinando su preciosa cabeza. Volvimos a casa contentas . Todo había salido bien.

Mi esposo había venido antes del trabajo y me esperaba preocupado y arrepentido.

—Todo ha ido bien, pero nunca más. Ya hemos hecho por la empresa demasiado y nos han utilizado a su conveniencia. Y por Martín también. Creo que hemos cumplido con creces.

—Tienes más que razón, mujer. A veces se hacen por un amigo cosas que no harías por ti mismo, sacrificando incluso a los tuyos. Nunca más.

Me había impulsado a hacerlo mi espíritu de abnegación, y de lucha de ninguna manera el deseo de ayudar a los que solo se acordaban de nosotros cuando nos necesitaban y habían despreciado siempre a los pobres, gentes cuya vida valía menos que la construcción de una presa que se habría de romper y se los llevaría por delante.