Ahora estoy en la parte norte del monasterio de San Salvador de Tábara, en un pequeño huerto en el que crece, silvestre, la retama. Se trata de un espacio mínimo. Un reducido universo germinado a la sombra de su torre y desde el que se atisba el valle. Insignificante y vulgar, pero por dos vidas que viviera apenas tendría tiempo de echar un vistazo a cuanto, desde aquí, la vista alcanza.

Ha tiempo, el abad Arancisclo lo mandó cercar, a mayor gloria de Dios, con un muro de piedra. Buscaba reforzar a los monjes en su lucha contra los pecados capitales, y a fe que lo consiguió. El aislamiento es absoluto. Un lugar ideal, sin duda, para encontrar la perfección contenida en los cuatro Evangelios ¡Loado sea Nuestro Señor que así lo plugo!

Paso demasiadas horas encerrado en el Scriptorium. Aquí, en cambio, contemplo el desarrollo de cebollas y ajos, según en qué momento, la floración de los manzanos, la aparición de los primeros pepinos, madurar las ciruelas, reverdecer las plantas. Cómo las aves se emparejan y los árboles se llenan de savia. Me hace sentir vivo observar el crecimiento de las habas o el brote de las higueras y percibir el aroma de la albahaca plantada junto al laurel, siempre en la parte más resguardada y soleada del recinto.

Es la vida en estado puro, la belleza de la que hablaba Magius, este sencillo espacio en el que las estaciones se suceden con la cadencia esperada, cada una con su luz y sus particulares indicios en el cielo, y en el que las criaturas se aparean repitiendo toda suerte de cortejos en un ciclo en el que todo es nuevo y repetido, igual y diferente a un tiempo... «La belleza da sentido al mundo.», solía decir el maestro. Por eso vengo aquí con frecuencia, por descubrirla antes de pautar el pergamino.

Hoy celebramos la fiesta de la Asunción de María, un día grande. Es el 15 de agosto y, según los lugareños, la madera cortada ahora no será atacada nunca por la carcoma. Recuerdo que, durante este mes, en los jardines de Córdoba maduraban los dátiles tempranos y en la Casa del Tiraz, al lado de la Gran Mezquita, se confeccionaban los ropajes del todopoderoso Abderramán III. Una época difícil para mí que nací en alÁndalus. Allá crecí. En las sierras que circundan Córdoba aprendí las enseñanzas de Jesucristo y yo, Emeterius, humilde siervo de Dios, doy gracias a Nuestro Señor por ello. Pero es aquí, en esta tierra generosa y recia, donde aprendí a dibujar. En el monasterio de San Salvador.

Magius trabajaba, cuando llegué, en un encargo del señor abad, el tiempo apremiaba y me propuso la iluminación del Festín de Baltasar. Lamentablemente, el maestro de pintores se nos fue el pasado treinta de octubre, día de San Fausto, sin ver su obra finalizada. Descanse en paz por los siglos y loado sea Dios por disponer que quien engrandece con su obra la tierra a la que pertenece permanezca para siempre en la memoria. Yo continuaré el códice. Seré yo quien lo acabe, si a nuestro Señor así place, y lo haré reinventando criaturas y lugares con la ilusión de que lo ficticio acabe siendo verdadero. Al fin y al cabo, una aldea no son solo sus calles y gentes, también, y por fortuna, los personajes de ficción que la habitaron. Y es que, la realidad se transforma de continuo. El arte, por contra, permanece.

Así, la Torre del monasterio de San Salvador de Tábara. Por mucho que los años la derriben o la estupidez pretenda ignorarla, permanecerá para siempre como la dibujo ahora en el colofón de este beato. Altiva y fuerte. Con igual Scriptorium e idéntico campanero. Con los mismos laberintos y campanas.