Con la desaparición de la monarquía goda y la llegada de las huestes africanas la población hispana del sur peninsular se ve obligada a convivir con los fulminantes vencedores. Es algo inevitable, sin embargo, hay gentes que renuncian a cualquier entendimiento con la autoridad islámica.

Son, en su mayoría, monjes y aunque forman omunidades cerradas poco a poco las formas musulmanas irán impregnando sus formas de vida. La vestimenta, las fiestas, las costumbres. También las manifestaciones artísticas. Su idioma era el latín, pero pronto harán del árabe su segunda lengua y, con el tiempo, algunos abominarán del cerdo en las comidas y practicarán la circuncisión. Era la consecuencia lógica de la convivencia.

Comenzaba un difícil proceso para los cristianos que sin el soporte del estado visigodo, quedaron aislados de la noche a la mañana. Ni tan siquiera podían comunicarse con sus hermanos del norte, de modo que la Iglesia entra en crisis y comienzan a aflorar las herejías que habían estado ocultas bajo la religiosidad oficial de la monarquía. El arrianismo y priscilianismo rebrotan con diversas caras.

Esta era la situación cuando, a mediados del siglo IX, tiene lugar uno de los episodios más desconcertantes del mozarabismo. Sucede que el abad Esperaindeo y sus discípulos Eulogio y Álvaro incitan a sus hermanos al martirio voluntario. Una oleada de proclamaciones de fe recorre las plazas cordobesas y la respuesta califal no se hace esperar. Fueron cientos los sacrificados.

Tras estos acontecimientos, surge una revuelta liderada por el muladí Omar ben Hafsún. Se extiende y lo que empezó siendo un pequeño grupo de gente desesperada se convierte en ejército. Bobastro, su cuartel general, será durante cincuenta años un estado insurrecto en el corazón mismo de al- Ándalus. El enfrentamiento supuso una auténtica guerra civil y, más allá del desenlace, distrajo a los califas de su objetivo primero: expandir el califato. Cuando Abderrahmán III quiso retomar la expansión, ya era tarde.

La demora del avance muslímico había permitido a los ejércitos cristianos prepararse adecuadamente para detener a las tropas califales. De esta forma, sin saberlo ni consentir en ello, Omar cambió el curso de la Historia.

El primer siglo de dominación árabe propició la gestación en la península de una personalidad étnica diferente a las del resto de nacionalidades europeas que, ya entonces, avanzaban decididamente hacia el feudalismo. Sin embargo, sorprende que, aunque el mozarabismo surge en al- Andalus, los vestigios más representativos de sus habilidades se encuentren fuera de esas tierras.

Sucede que después de unos años de convivencia pacífica, la presión califal provocó que los cristianos abandonaran el territorio andalusí y, en su huida, se asentaran entre los ríos Duero, Esla, Pisuerga y Carrión, una zona que los reyes del norte habían despoblado y convertido en fronteriza. Fue allí, en esa “tierra de nadie” y lejos del lugar de origen, donde dejaron su impronta en códices iluminados y pequeñas iglesias con formas orientales. Se trata de manifestaciones artísticas que reflejan una cultura de resistencia en un entorno tremendamente hostil. Brotes aislados de un arte austero, y en ocasiones cuestionado, que incorporaba elementos islámicos a la antigua tradición hispana.

Finalmente, con el tiempo, el mozarabismo se diluyó. De nada valdría su implicación en un proceso que culminaría años más tarde en el apogeo cultural cordobés. De nada, las consecuencias sociales que el fenómeno supuso, ante el afán renovador de la poderosa abadía de Cluny que presionaba desde el norte, y la barbarie almorávide y almohade que lo hacía por el sur.