Fue don Rodrigo, nuestro distinguido vecino, quien tuvo el primer contacto en el pueblo con los agentes principales de aquel plan que había de cambiar radicalmente nuestra forma de vida y habría de acabar trágicamente con ella.

Un día de la primavera de 1946, observó cómo un coche con matrícula de Madrid aparcaba muy cerca de su chalé en Las Pedrosas, y de él bajaban dos hombres de «buen porte», que se disponían a comer sentados en el suelo, en un prado próximo. Él los invitó a pasar a su casa, charlaron y así supo Rodrigo qué venían buscando aquellos hombres. Eran los hermanos Barceló, ingenieros de Madrid y traían en su mente y en su carpeta, la propuesta de un proyecto enorme: construir un salto para la obtención de energía eléctrica. Para ello se aprovecharía el agua de las numerosas lagunas de la sierra, de los arroyos y de los ríos en su curso más alto. Sería uno de los trabajos más importantes y duros de toda la época de construcción de pantanos entre los años 40 y 80 en España.

La sierra, por la que pagaron nuestros antepasados un foro durante muchos años y la habían comprado a principios de siglo al Conde de Benavente, constituía una gran riqueza para el pueblo. Sus pastos y su clima en verano eran muy apreciados para el ganado. Era cercana, amplia y de una belleza natural única por su brezo florido, escobas, orquídeas, gamones, arándanos y sobre todo por las abundantes lagunas de origen glaciar que ofrecían agua fresca y pura a los animales y pesca a los hombres. La caza era otro de los recursos que aportaba.

Y comenzaron las operaciones previas a las obras. Varios equipos de técnicos, inspeccionaron minuciosamente la meseta de la sierra, midieron y prepararon los trabajos. Con ellos estuvieron los cuatro primeros chicos del pueblo, los trabajadores más veteranos de la empresa que al principio se llamó Sociedad de Obras y Servicios y luego Moncabril. Uno de esos jóvenes, Leandro Puente, recuerda esos comienzos:

«Me llamaron para ir con los ingenieros y topógrafos para hacer los métricos de presas y embalses. En un principio la presa estaba proyectada en Prao Caballo, término de San Martín de Castañeda. Para hacer el trabajo partíamos del Balneario de Bouzas. Se contrataba una caballería en el pueblo, Ribadelago, para que subiera el ingeniero; los demás íbamos caminando, yo con el taquígrafo en la espalda hasta el punto de de destino en la sierra. El nombre de Moncabril surgió por Moncalvo y Cabril las dos zonas por las que se harían los canales que recogerían el agua y la llevarían hasta la cámara de llaves en Mallá Torre y desde allí por la gran tubería subterránea hasta la central».

Nuestros sentimientos, en su mayoría, fueron favorables a las obras porque suponía en un futuro inmediato una oportunidad de trabajo para todos, era un sueño; cesaría la sangría de la emigración que junto con los accidentes y la guerra habían menguado tanto el número de hombres. Esto era una alegría y una esperanza. No se quería pensar en otros aspectos.

Hubo sin embargo voces muy discordantes y resistencia a la aceptación. Algunas personas mayores alertaron de los riesgos y peligros que ello comportaba más allá de esta bendición inmediata. Veían que la invasión de la sierra no era justa, era suya y la habían adquirido con sacrificio. ¿Qué iban a ganar ellos? Cuando acabaran las obras se volvería a la emigración, al paro o al abandono, pero con menos tierras, menos territorio y destrozos en los montes; era sólo un trabajo temporal. ¿Y después? Veían sobre todo peligros evidentes para las vidas humanas, ruidos y alteraciones importantes en todos los órdenes y otras cosas que intuían sin saber muy bien qué, pero no bueno. No se les hablaba claro, no decían nada de los aspectos negativos, que los había sin duda.

Un día estábamos Manuel de mi tía Petra yo en la sierra con el ganado. Era mediodía y las cabras y las ovejas sesteaban apaciblemente. Nosotros comíamos junto a la cristalina fuente de Piachunta y vimos llegar a Fidel de la tía Balbina, que se sentó con nosotros y nos dijo:

„Ya tenemos las obras en el pueblo, ya están trayendo los materiales.

O sea, que era verdad, pensé. La noticia me produjo una extraña sensación. Sentí incertidumbre, desconcierto, dudas, desasosiego, esperanza y alegría; todo a la vez.

Se acabó el silencio. El ritmo de vida se transformó. Se prolongó la carretera. Las tierras de Huerta el Rey y Millales se convirtieron en sendos poblados de bonitas casas de piedra para técnicos, oficiales, médico, sacerdote, guardia civil, club, residencia, economato y en "campamento base" para las instalaciones de almacenes, talleres y la central. Llegaban hombres sin parar para incorporarse al trabajo y por los caminos de la sierra y del monte había constantemente filas interminables de obreros que subían o bajaban. Se restauraron los caminos y se hizo la rodera de Forniellos de donde se trajeron las traviesas para la vía del transportín. En las laderas del curso alto del Tera, por donde luego bajaría la muerte, se cortaron enormes y vetustos robles cuyos troncos bajaron hasta el pueblo los vecinos con sus parejas de vacas y muchos trabajos.

Al mismo tiempo, en la sierra se comenzó la construcción de los barracones para los obreros, los refugios, almacenes y cuantas obras fueron necesarias para la intendencia y la vida en el tajo. Los primeros materiales también fueron transportados hasta la sierra por los vecinos en sus carros tirados por las vacas; todo el pueblo participó en esta ingente y sacrificada tarea. Se necesitaban a veces tres parejas para un carro. El camino, aunque lo habían arreglado, era malo, pedregoso y muy pendiente y los materiales muy pesados: losa, cemento, ladrillos, maderas. Tardábamos un día entero. Nosotros lo subíamos hasta pie de obra en Matanoso, los primeros meses, luego, cuando ya hubo carretera hecha por la empresa, lo dejábamos en Mallá Torre y desde allí lo transportaban en camiones. Lo que ahora me produce más pesar es la miseria que cobrábamos por todo eso. Abusaron de nuestra necesidad.

Seguían llegando hombres de todos los sitios pero sobre todo de los pueblos de Sanabria y de la cercana Galicia. Todos se empleaban en las obras que iban a ser durísimas. Había que horadar los viejos macizos de granito de Moncalvo y Segundera para hacer los túneles que llevarían el agua de las diferentes presas hasta Mallá Torre desde donde una tubería forzada, por el interior de otro túnel, conduciría todo el caudal en caída rápida hasta la central, abajo, al pie de la montaña y en la orilla del río Cárdena que recogía el agua que movía las turbinas.

La primera boca del túnel fue la de Matanoso en el tramo Cárdena-Mallá Torre en la zona Oeste de la sierra y allí se vio pronto la cara más negra de estas obras. Poco después de empezar, un barreno mató a Angel, primero de una larga lista que se iría incrementando. Se trabajaba en varios turnos, sin ninguna protección y en unas condiciones muy desfavorables, mal alimentados y con medios rudimentarios. El riesgo era constante. Su fuerza e ingenio debía sustituir a veces la falta de métodos y tecnología apropiada. Aquellos hombres jóvenes, padres de familia, arriesgados y sumisos, daban todo con ilusión y arrojo, ansiosos de sacar a su familia adelante con algo más de desahogo y tenían por fin la posibilidad de hacerlo. También trabajaban niños de 14 y 15 años como pinches, algunos de los cuales, como Indalecio, murieron.

Una vía férrea sustituyó el camino de los carros para la subida del material, y un transportín doble que partía de arriba y de abajo a la vez movido por un sistema de poleas y un enorme cable subía y bajaba constantemente, de la base al pico de Mallá Torre que empezó a llamarse Pico del fraile. En la mitad, se hizo un viaducto y una doble vía; allí se cruzaban las mesillas como llamábamos vulgarmente a estos transportines. En la mayor parte de los tramos hubo que barrenar para hacer trincheras en la roca. La mesilla, además de materiales, transportaba también hombres; algunas veces sufrió averías, descarriló y los cuerpos de los obreros quedaron esparcidos por las inmensas peñas de granito que sustentaban la vía en la gran ladera Oeste de la Fraga.

En Soane, un poco alejado del pueblo y detrás de un macizo se construyó un polvorín, donde se guardaban las grandes cantidades de explosivos para los túneles. La señora Marina y su marido fueron los guardianes y una pareja de la Guardia civil protegía el lugar día y noche. Aún permanecen las ruinas casi setenta años después. Bajo el piñeo de a Llastra, en Huerta el Rey, hubo otro almacén de explosivos.

Las abnegadas mujeres, comprendieron que aquellas obras de tanto calado iban a producir mucho dolor, y valientes y resignadas como siempre, asumieron con motivaciones renovadas su papel de trabajadoras del campo, motor de la familia y reales o potenciales perdedoras, una vez más, de la vida de sus hombres.