Un 18 de agosto de hace 10 años, Ramón Abrantes se fue a la eternidad como vivió, siendo escultor, y sintiendo el cariño de quienes le conocieron.

Quienes esperábamos que su fallecimiento hubiese supuesto un reconocimiento de su obra por parte de la ciudad, nos equivocamos. En estos diez años ha caído sobre Ramón la inevitable losa del olvido con la que estas pequeñas ciudades cubren el recuerdo de quien fue un significativo ciudadano. Si ser escultor no es fácil, menos lo fue para un Ramón Abrantes que nació en mala época y quizás en el sitio equivocado.

Ramón Abrantes tenía un talento innato para ver el volumen y el espacio. Sus primeros trabajos, siendo aún un niño, delataban que estábamos ante una persona con una gran lucidez para la visión espacial y para el manejo y el desarrollo de la forma.

Ramón Abrantes llevo a cabo su oficio de escultor a través del mundo del trabajo. De formación autodidacta, tuvo que aprender escultura trabajando en los oficios artísticos, tanto como cantero o como escayolista. Nunca tuvo un maestro al uso que le enseñase a esculpir, ni un "prohombre de la nación" que lo apadrinara. Ramón se hizo escultor a base de experiencia personal mientras trabajaba. Para un escultor humilde como fue, el trabajo era una necesidad vital. Siempre recordaba con amargura cuando en 1952 gana la segunda medalla en la exposición nacional de Educación y Descanso y no tuvo dinero para asistir a la entrega del galardón en Madrid.

Solía decir que cuando se sorteó la vida "?solo me toco ir a la mili, no me le toco ir a la Bellas Artes". No hubo sitio para él en las academias de Madrid, ni pudo estudiar a través de la beca de ninguna institución

Y sin embargo se hizo escultor. Culpa tuvieron las tardes de ebriedad con su amigo Claudio Rodríguez, quien con la profundidad de sus relatos le levantó el velo que cubre toda manifestación artística. Y las clases de dibujo con el profesor José María García Fernández "Castilviejo". Pues será "Chema" Castilviejo quien haga del artesano Ramón un artista, un creador.

Después su primer taller de la calle el Puente, y un pequeño estudio abuhardillado en el número 3 de la calle Zapatería, que será el único taller de escultura abierto en la ciudad y el primero después del de Ramón Álvarez. Más tarde, en el verano de 1958, Ramón Abrantes traslada su taller a un viejo local en la calle de Las Doncellas. Allí cambiará radicalmente el modo de entender la escultura. Allí se encontrará con Agustín Ibarrola, con Blas de Otero, con Antonio Ordóñez y con Baltasar Lobo.

Allí creará su obra. Una obra homogénea, cerrada, uniforme, y rítmica en sus volúmenes y estructuras, donde no hay espacio para huecos ni planos. Donde todo discurrirá con una obsesión casi enfermiza por la cadencia armónica de las formas. Una escultura donde el volumen se relacionará con suave ritmo cadencioso presente en sus figuras.

La figura femenina será el eje casi único de toda su obra y entre ellas el tema de la maternidad, ya que nunca abandonará del todo el discurso narrativo y en sus modelos existirá siempre la referencia hacia lo tangible, hacia lo real.

La vida le traerá varias exitosas exposiciones y un accidente que le postra durante casi un año. Hasta diciembre de 1983, cuando abre el último de sus talleres, el situado en la calle de Sacramento. Este será el único taller de su propiedad, y donde se refugiará para realizará sus últimas obras.

Ramón Abrantes fue un escultor del pueblo, y su taller estaba abierto para quien quisiese entrar. Se asomaron todos los ciudadanos que quisieron encontrar en su escultura un vínculo cultural, que las instituciones no ofrecían. Por su taller pasaron todos los jóvenes con inquietudes escultóricas que necesitaban la experiencia y los consejos que la facultad de Bellas Artes no les proporcionaba. En Ramón encontraron siempre un taller abierto y un profesor dispuesto a responder a sus inquietudes y a solucionar sus dudas.

Ramón Abrantes fue nuestro último artista bohemio, cuya manera de ser y pensar chocaban en una ciudad provinciana del interior de España. Su excéntrica vida, apartada de todos los convencionalismos sociales y lejos de lo que se entendía como un ciudadano correcto, le acarreó más de una reticencia entre las instituciones locales de una ciudad que nunca aprobó su modo de vida ni sus excentricidades. Sin embargo fue un escultor popular y muy querido por los ciudadanos, que siguen guardando un entrañable recuerdo de su persona.

Ramón Abrantes nunca desarrolló su actividad creadora en otra ciudad que no fuera esta. Nunca se fue de aquí y su obra nació de la cultura y la creatividad que pudo emanar en esta ciudad en el último tercio de siglo pasado.

No fue consciente de que le tocó nacer en una ciudad sin memoria para quien se quedaba aquí, en una ciudad donde los pedestales de la gloria se han reservado para quien vuelve triunfante.

Quizás esa fue su última lección para quien quiera dedicarse al mundo artístico en esta ciudad. Aquí no hay lugar para los distintos, quien se quede a vivir aquí, debe perder toda esperanza.

¡Qué pena, Ramón! ? Qué pena.