Río y mar, vida y muerte, proximidad y lejanía. Del río sabían mucho, del mar lejano e infinito, algo sabían, pero muy poco. Él se llevaba un mes de la vida del emigrante cada vez que lo cruzaba en busca de la salvación y de la luz. Otra cosa era encontrarlas. Volvían de Cuba, de Nicaragua, de Panamá, de Argentina o de Estados Unidos, los padres, los hermanos, los vecinos y contaban cómo era el inmenso y misterioso mar que los había llevado y de nuevo los traía transportando con ellos las más de las veces la misma miseria que los había impulsado a ir, y dejando allá la esperanza y el sueño. Algunos se quedaban, separados de su familia por ese inmenso mar y nunca más se sabía de ellos.

Escribían al principio; iban distanciando sus noticias después y acababa imponiéndose el silencio, la ausencia, la pena y el abandono, condenando a aquellos seres queridos a la más absoluta soledad y tristeza. Allí formaban una nueva familia, o no, pero el mar separaba para siempre el antes y el después de aquel viaje sin retorno. Los abandonados soñaban ¡pobres inocentes! que un día aparecería el ausente con alguna fortuna que aliviara su tragedia, hasta que morían, cada vez más solos, con el peso de esa ausencia. Alguno quiso volver cuando ya fue viejo pero no siempre fueron acogidos por sus hijos. ¿Para qué ahora? El sufrimiento, el luto y la pena de la madre consiguieron que dejaran de creer que alguna vez tuvieron un padre que prometió volver a cuidar de ellos.

Gregorio, José F., mis primos, los hermanos Simón y Mateo, Toribia, José P., Agapito, Ángela, María… fueron algunos de los muchos que nunca volvieron. Entre finales del XIX y la primera década del XX la emigración fue una sangría en el lugar y en toda la comarca.

Alguno hubo que volvió «rico». Su riqueza no era tal que les permitiera construir palacios, pero sí lo suficiente como para notarse que vivían mejor que la mayoría, pudieron comprar fincas a los pobres que tenían que deshacerse de ellas para sobrevivir y ser cada vez más pobres.

Mi padre pasó el mar y volvió tres veces y siempre regresó pobre y enfermo, Ricardo tampoco se enriqueció, y algunos de mis primos no volvieron. Este fue el saldo familiar en aquel sueño. El mar era demasiado grande para ir a verlos. El mar se los había llevado demasiado lejos. El mar tenía para nosotros connotaciones negativas: alejamiento, desamor, ausencia, pero también ejercía en todos cierta misteriosa atracción.

—¿Cómo es el mar, padre?

—Grande, muy grande; mucho más que el Lago; cuando vas en el barco no se ven las orillas. En él se ahogaron muchas ilusiones y esperanzas. —Y nuestro río, ¿también va a la mar?

—Sí todos los ríos van a la mar, como todas las vidas van a la muerte.

—Yo quiero ver la mar, padre. Llévame contigo cuando vuelvas.

—Es más bonito el Lago y lo tenemos aquí, para nosotros. Este es nuestro mar.

La mayoría de las personas del pueblo en aquella época, sobre todo las mujeres, no vieron nunca el mar, pero tenían con él una relación íntima de atracción-rechazo que nos persiguió siempre. Éramos felices con nuestro mar, porque sí, el Lago era como un mar pequeño pero muy hermoso, más seguro y tan cercano que nos acompañaba constantemente sin movernos de nuestro diario acontecer, sin tener que marchar lejos.

Cuando desde las montañas o desde su misma orilla contemplábamos su maravillosa estampa, comentábamos con frecuencia:

—Dicen que el mar es mucho más grande y más temeroso, y que desde él no se puede ver la tierra. Por eso no volvieron, porque están muy lejos.

Y sentíamos un regocijo hondo ante nuestro mar particular, nuestro Lago, siempre en nuestra vida, testigo y confidente de nuestros sueños.

(*) Relato contenido en el libro «Patochín, la niña que quería una estrella»