A veces, los pueblos se topan de bruces con la Historia. Con idilios, con exequias, con traiciones. Con fechas, para siempre, inseparables de sus biografías.

Así, el 20 de mayo de 1897. A pesar de los vecinos de Balborraz, que no veían con buenos ojos que Electra Zamorana convirtiera su calle en un bosque de alambres, al finalizar el día quedaba inaugurado el alumbrado público de la capital.

Siete de la tarde. El señor obispo, asistido por un par de diáconos, se reviste de pontifical en la Horta. La corporación municipal espera en lo que fuera convento de la Orden de San Juan. Hay mucha expectación. La fábrica está abarrotada de invitados. Fuera, el pueblo llano. Llegó de los arrabales más alejados, incluso de la otra orilla del Duero por contemplar el prodi- gio, y ahora espera.

Se ha improvisado un altar. Cientos de viandas aguardan sobre mesas alargadas. El orden parece garantizado. Todo dispuesto para bendecir las máquinas. Entra la procesión. El acto, a punto de comenzar.

De improviso, ¡la sirena! Una claridad mortecina fluye, entonces, mágicamente. Palmo a palmo, inunda las instalaciones y se expande, judería arriba. La plaza rompe en aplausos. Vítores, abrazos. Repique de campanas. Cientos de voladores rasgan el espacio y suenan los acordes reservados a los días grandes.

En décimas de segundo se había recupe- rado el terreno perdido. Con el silbido de la máquina de vapor, Zamora saltaba del alumbrado mineral al eléctrico. Directamente, sin pasar por el de gas. Una gran conquista, sin duda...

Finaliza el siglo diecinueve y los nuevos inventos llegados del otro lado del atlántico se incorporan a la cotidianidad de los zamoranos con lentitud y desconfianza por más que supongan innegable beneficio para la ciudadanía. La ciudad entraba en el nuevo siglo con buen pie. Mientras, España se resquebrajaba.

Las derrotas de Cavite y Santiago de Cuba habían supuesto duro golpe al orgullo patrio pero, realmente, no fueron más que el inevitable final de un proceso de descomposición comenzado muchos años antes. El descrédito de los políticos, las bombas anarquistas, la conflictividad social y la violenta aparición de los nacionalismos evidenciaban el hundimiento del país.

España se alejaba cada vez más de Europa en un tiempo en el que, a pesar de todo, surgían prodigios por doquier.

Dos hermanos, de apellido Lumière, acababan de crear un artilugio diabólico capaz de capturar el movimiento y manipularlo a su antojo. Lo llamaban cinematógrafo y era tal su poder de persuasión que en la primera exhibición algunos espectadores huyeron despavoridos pensando que el tren que aparecía en pantalla los arrollaría.

Según el Heraldo de Zamora, durante las navidades de 1899 se instaló un artefacto de este tipo en el Teatro Principal. Había sido adquirido en Lyon y con él comenzaba un nuevo ciclo para el Corral de Comedias zamorano.

Las primeras visualizaciones se acompañaban de piano. Un relator las comentaba y, según parece, fueron del agrado del público. Sin embargo, a pesar de que aquellas proyecciones no pasaban de ser ingenuas curiosidades de feria, la prensa de la época las tachaba, literalmente, de pornográficas.

Olía, entonces, la ciudad a incienso. Comenzaba el siglo veinte y los lugareños afrontaban el futuro con abstinencias y letanías. Llegaba el cine a Zamora. España estaba desquiciada. Convulsa, Europa. La primera gran guerra, cada vez más cerca