Durante muchos años, el alumbrado del Teatro Principal planteó problemas de todo tipo.

No iluminaba lo suficiente. El aceite que, con frecuencia, caía sobre los espectadores era causa de protestas y en los meses duros se helaba. Las paredes estaban ahumadas. Las pinturas, ennegrecidas y la combustión de las velas de sebo volvía el aire irrespirable.

Por si esto no bastara, las cuatro vidrieras a través de las cuales la claridad natural llegaba al Patio estaban a punto de venirse abajo. El agua y el viento habían hecho su trabajo y, durante los inviernos, el frío en el interior era insoportable.

Tenía entonces el Teatro, en el año 1.845, ocho candilejas, con sus correspondientes mecheros, situadas sobre el escenario y una araña en el centro, igual que la del Teatro de Valladolid, con docena y media de candeleros.

Por dar salida al humo y al hollín, se abre una linterna en el cielo raso del Patio. Es un círculo ventilado con varias venta- nillas y la cúpula cerrada. En el centro, la cuerda de la lucerna. Por otra parte, para evitar el continuo derrame de aceite sobre la gente se idea un artilugio de dieciocho cilindros, uno para cada quinqué de la araña, por los que discurre el líquido vertido hasta un vaso grande.

Se trata de buscar soluciones a tanto problema y, en este sentido, el Ayuntamiento de Zamora, en el año mil ochocientos cincuenta y uno, nombra Alumbrador de la Casa del Teatro a un joven de veintiséis años.

Ha nacido en Coreses, un pequeño asentamiento cercano a la ciudad. Es de familia humilde y apenas tiene estudios, pero quienes le conocen hablan de él excelencias como artesano. Dicen que es intuitivo, que tiene imaginación y fuerza.

La elección fue un acierto del Consistorio. El recién llegado revoluciona, de inmediato, los sistemas lumínicos del Teatro reemplazando los faroles comunes por los de reverbero, con mayor luminosidad.

Las luminarias sustituidas fueron siete. Tuvieron un coste de mil ochenta y cinco reales, cifra importante, pero el Ayunta- miento quedó tan satisfecho con el resultado que hizo constar en acta el buen trabajo del joven.

Se llamaba Ramón Álvarez de Moretón y, muchos años después, quién lo hubiera imaginado, acabaría convertido en imaginero. Uno de los más grandes.

Sus tallas de madera provocaban explosiones de fervor, verdaderos estallidos de pasión, a su paso, en las gentes sencillas del siglo diecinueve. Son los populares “pasos”, manifestaciones ingenuas de la religiosidad de un pueblo primitivo que, por más que hayan sido relegadas por la crítica al ámbito provincial, suponen una aportación incuestionable al ritual litúrgico católico.

A partir de 1.859, impartió clases de dibujo en la Real Sociedad Económica de Zamora y fueron muchos los que recibieron sus enseñanzas. Entre otros, los paisanos Eduardo Barrón, Aurelio de la Iglesia o Miguel Torija. Todos ellos, artistas con fuerte personalidad, hicieron una gran obra. Sin embargo, parece que no reúne las condiciones necesarias, los méritos suficientes, como para ser considerada una escuela artística propia. Eso, al menos, es lo que dicen quienes entienden de esto. Pero esa es otra historia, la de los ima- gineros zamoranos. Ya habrá tiempo, algún día, de contarla.