Los declarantes forman parte, en su mayoría, de la compañía de la litigante y sus testi- monios son espeluznantes.

Uno dice que la avergüenza en público llamándola puta amancebada. Otro, que en Sevilla le dio de palos jurando la había de matar. Un tercero, que se jacta de guardar un enorme clavo de carreta por clavárselo en el cuello.

El último de los testigos ma- nifiesta que alborota las posadas con sus terribles amenazas. Que le hace sermones cuya sola escucha espanta. Jura, incluso, haber visto cómo cierto día uno de los criados, buscando mantel para la mesa, encontró una al- marada de acero escondida en su capote. Que, en hallándola, le faltó tiempo para entregársela a doña Ana y cómo cuando él entró y la echó en falta comenzó a vocear bramando enloquecido, «boto a Cristo no te has de librar. Me has quitado el arma con la que me defien- do y te he de dar más de quinientas puñaladas». Todos ratifican la declaración de la mujer y coinciden en que el marido es un sin Dios. Un hideputa falto de juicio, pendenciero y pecador. Un borracho impenitente, sin oficio ni be- neficio, que vive a costa de lo que ella gana honradamente con su trabajo como come- dianta...

Estamos en el año 1628. Es el dieciocho de enero y los zamoranos asisten sobrecogidos al relato de los hechos. No dan crédito a tanta depravación.

Bien, es verdad, que no es éste un caso aislado. En absoluto. Con demasiada frecuencia se tiene conocimiento de mujeres agredidas por sus maridos, tanto dentro de la muralla como en los arrabales, pero este sinvergüenza parece haber superado al resto en crueldad.

En la sala, estupor. Indignación. Caras de espanto. De cuando en cuando, murmullos. Se oye algún insulto. Votos. Juramentos. Exclama- ciones de sorpresa. Algunos se santiguan. Otros, farfullan rezos.

Todo comenzó con la llegada a Zamora de la compañía sevillana del autor de comedias Juan de Martínez.

Había sido contratada por el Concejo para hacer una serie de representaciones, a cambio de cien ducados y cuatrocientos reales de vellón por cada una, en el patio de comedias de la ciudad. Recientemente inaugurado, el recinto estaba cubierto en su totalidad y no tenía ninguna obligación de tipo asistencial como era costumbre. Ni en Madrid ni en Alcalá ni en la más cercana villa de Toro, por citar algunos, se veía cosa parecida.

El dramaturgo sevillano está contento. Motivos no le faltan. Un buen contrato, sin duda, el que firmaba con aquel patio de comedias tan diferente a los demás.

Pero, volvamos a nuestra historia. Estábamos en la petición de divorcio que doña Ana de Córdoba, a la sazón actriz de de una compañía andaluza, ha solicitado de su esposo Fernando de la Torre a causa de malos tratos. El jurado lleva tiempo reunido. Deliberando. Oídos los testimonios, a punto está de hacerse pública la sentencia del Santo Tribuna