Casi medio siglo atrás, existió otra María Dolores González Ruiz, ajena a la tragedia y a los sucesos sangrientos que marcaron su vida. Antes de que el calendario señalara enero en negro de luto, la futura abogada laboralista pasaba los días del invierno a la espera de una cita en Semana Santa y en verano que la traía a casa de sus abuelos en la pequeña y provinciana Zamora. Ella vivía en Madrid, aunque nació en León, una de las sedes del negocio textil familiar, en 1946.

Su llegada suponía todo un acontecimiento para sus amigos zamoranos. Mariló o Loli, como prefería que la llamaran entonces (con los años sería, definitivamente, Lola), formaba parte de un peculiar grupo de zamoranos, una pandilla en cuyos personajes se refleja todo el arco ideológico que alumbró la España de la Transición. Una piña de adolescentes cuya compatibilidad, vista desde la perspectiva actual, podría parecer imposible, pero en la que se forjó una sólida amistad que perdura años después, pese a las dispares trayectorias de personajes tan distintos como el diputado de IU Francisco Molina; el empresario y concejal en el primer Ayuntamiento democrático de la capital, Miguel Ángel Pertejo; que fuera consejero de la Junta por el PP, José Luis González Vallvé; el exalcalde y expresidente de la Diputación por el mismo partido, Antolín Martín; el dirigente comunista Ramiro Muñoz Haedo (nieto del maestro Haedo) o el dirigente socialista José María Francia, que fuera director del Insalud, entre otros.

Como señala el propio Vallvé en su libro autobiográfico «El olor del coche de mi padre», «Era una pandilla singular, pues en ella se juntaban dos clases aparentemente irreconciliables, la de los que estudiaban en el público y laico instituto Claudio Moyano, de padres más bien liberales, o al menos no excesivamente afectos al régimen franquista, o simplemente escasos de fondos y más mirados para la "pela", y la de los que estudiaban en el único otro lugar donde en aquellos años se podía estudiar el bachillerato en Zamora, el privado y religioso: Los Luises o el colegio Corazón de María de los padres claretianos y al cual iban los hijos de las familias "de toda la vida" o de las recién llegadas que querían incorporarse a las "de toda la vida"».

A ese núcleo masculino se les añadía un puñado de chicas entre las que se encontraban María del Carmen Calderón de la Barca y San Vicente, cuya familia gestionaba el teatro Ramos Carrión, Marisol Aldea, futura esposa de Antolín y su hermana Conchita, Rosa María Aguirre, Begoña Paramio, María Eva González y su prima Loli. Ambas eran nietas de Dídimo González, el fundador del comercio La Perla. La futura abogada era hija de Alberto González Castellano y de Dolores Ruiz, que regentaban en Madrid las «Sederías González». Tenía dos hermanos varones, Alberto y Miguel Ángel, conocido como «El Chato».

Loli representaba en aquella sociedad pacata la modernidad, el vértigo de la gran ciudad, un destino aún inalcanzable en aquel mundo, cuya asfixia percibían de forma inconsciente entre los escasos horizontes que ofrecían los baños en el río y los paseos por la avenida. A decir de sus antiguos amigos, ya por entonces, muy al principio de los años 60, cuando contaban 15 o 16 años, poseía una personalidad muy definida, una presencia que cautivaba a aquellos adolescentes que admiraban su atractivo físico, su porte, su manera de vestir y hasta aquellos mocasines antecesores de los náuticos que nunca antes se habían visto por aquellos lares. Su arribada en pleno estío o en los días de Semana Santa se transmitía en forma de sucesivas llamadas de teléfono con el escueto y explícito mensaje: «Ya ha llegado».

«Es cierto, nos conquistó a todos». En eso coinciden gentes tan dispares como Francisco Molina o Vallvé. «No es que fuera la más guapa, ni la más inteligente, pero tenía algo, qué duda cabe», algo intangible que les hacía gravitar a su alrededor. Y, sobre todo, «era de fuera. Y en Zamora todo lo que viene de fuera se sublima».

Probablemente ni siquiera la propia Loli fuera consciente del magnetismo que emanaba, aunque puede que contara las veces que algunos de aquellos mozuelos repetían como público mientras ella y su prima Mari Eva salían en las procesiones, «no recuerdo si de Nuestra Madre o de la Soledad, puede que fueran las dos, pero sí, veíamos las procesiones hasta cinco veces para verlas pasar una y otra vez», rememora Molina.

Había un punto de encuentro de la pandilla: la Farola, el punto urbano que dividía a la Zamora antigua, más allá de Santa Clara y el Ensanche donde se habían construido algunos chalés y donde se encontraba el Claudio Moyano. «En aquella valla de la farola se anunciaba el Hotel Cuatro Naciones donde se alojaban los toreros y del que salían en sus flamantes automóviles "Packard" o en sus "Buick", negro y lustrosos, con el botijo y los estoques en la baca para la corrida de San Pedro. (?) También se anunciaban los Almacenes Roncero, donde los niños zamoranos veían los juguetes que sus papás les comprarían por los Reyes, y García Casado donde se vestía y hacía sus cortinas la burguesía zamorana», relata Vallvé en su libro.

Salir, entonces, era pasear, ida y vuelta de la avenida a la Plaza Mayor o jugar al fútbol en el acerón o sentarse en el redondel del parque con unas pipas a desgranar sueños, ilusiones y alguna que otra bravuconería propia de la edad. Con suerte, al cine, en el Barrueco y, en verano, los baños en la isla del Club Náutico.

Pero los mejores momentos de aquella adolescencia tenían el ritmo musical de los discos de la "Boite", la sala para guateques habilitada en el garaje de Gerardito Casaseca, hijo de don Constantino, el cirujano. Aquella pandilla vivía su propia edad de la inocencia, desconocedores de lo que aguardaba la vida para cada uno de ellos, ajenos a cualquier sombra.

Loli espació sus venidas a Zamora a medida que se hacía mayor. En la Universidad comenzó su actividad política. «De adolescente ya era una chica muy solidaria, muy entregada a los demás», afirma González Vallvé, que aún mantuvo trato cuando estudiaban en la Facultad de Derecho de Madrid. «Fui alguna vez a su casa, en la carrera de San Bernardo». La familia González Ruiz pertenecía a la alta burguesía madrileña, en su casa, para apuro de algún amigo zamorano que la visitó, «pelaban la fruta con cuchillo y tenedor». No sería de extrañar que desconocieran o hicieran oídos sordos a la actividad de su hija, militante del Frente de Liberación Popular (conocido como FELIPE) para acabar en la Organización de Abogados del Partido Comunista de España.

El 20 de enero de 1969 la tragedia asoma por primera vez en la vida de Lola. La Policía la detiene a ella y a su novio, Enrique Ruano, con el que estaba a punto de casarse, también estudiante de Derecho y miembro del Frente de Liberación Popular. Oficialmente, Ruano se suicidó arrojándose desde una ventana mientras se procedía a un registro en un piso de la calle entonces General Mola, hoy Príncipe de Vergara. La familia y los amigos han mantenido siempre que a Ruano lo asesinaron, que lo arrojaron los propios policías.

Al conocer la muerte de su novio, Lola «perdió el conocimiento y cayó en una profunda depresión, que le impidió asistir al entierro de su amado», cuenta su amigo el ex alto cargo del Ministerio de Defensa, Francisco Javier García Fernández. «Lola tenía el corazón helado por el mes de enero», describe gráficamente la que fuera compañera y amiga, Cristina Almeida.

El luto tomó por costumbre asaltar a Lola el primer mes del año. Un 24 de enero de 1977, unos asesinos de la extrema derecha entraron en el despacho de la calle Atocha, 55, donde estaban reunidos los abogados del PCE que asesoraban a las asociaciones de vecinos. Aún quedan muchas sombras sobre la autoría intelectual y los objetivos de aquella masacre, que se supone urdida en torno a la huelga de transportes que contravenía los intereses del Sindicato Vertical del ramo, Francisco Albadalejo. Las víctimas nada tenían que ver con el conflicto. Entre los cuatro muertos, Francisco Javier Sauquillo, el hombre junto al que había rehecho su vida la abogada, al que los asesinos remataron con un tiro de gracia. Lola sobrevivió junto a otros tres compañeros, pero perdió el hijo que esperaba y resultó con graves heridas en la mandíbula que la obligaron a pasar en numerosas ocasiones por el quirófano. Otras heridas quedarían abiertas para siempre.

Su familia zamorana se desplazó a Madrid, donde la abogada estaba ingresada en el Hospital 12 de Octubre sin saber aún que su marido estaba muerto, custodiada por la policía ante el temor de que los asesinos volvieran a acabar con su encargo, «porque ella les había visto la cara». Durante el entierro, aquella masiva muestra de dolor e indignación en un impresionante silencio que recorrió las calles madrileñas, nadie se atrevía a responder a quienes preguntaban si Lola seguía muerta o viva, por miedo a lo que pudiera pasar. Aquella impresionante manifestación de duelo fue, para muchos, el punto de inflexión de la Transición, en la que los militantes de la izquierda, demonizada durante décadas, demostraron su madurez democrática, no hubo ni un grito de revancha. En abril de aquel año, el PCE quedó legalizado.

Sus amigos zamoranos nunca llegaron a olvidarla. Francisco Molina coincidió con ella no hace muchos años en una reunión de Izquierda Unida. La buscó intencionadamente. Asegura que al mirarla no vio en ella a la mujer marchitada por un destino cuajado de tragedias, sino los mismos ojos que traían medio embrujados a aquellos muchachotes que se sentaban en el redondel de la avenida. «Conservaba el mismo encanto. Le conté que la pandilla aún se reunía una vez al año y mostró interés por acudir al próximo encuentro. Mantuvimos contacto por Internet, pero al final no volvimos a vernos».

A sus más íntimos, Lola les contaba que la amistad le había servido para seguir adelante hasta un tercer y definitivo enero, el de este año, cuando murió en su domicilio de un cáncer de pulmón. Cuando la empleada de hogar entró el 30 de este pasado mes, la encontró a ella en la cama y a su última pareja en el pasillo, víctima, al parecer, de una sobredosis de fármacos. Tal y como aseguraba Francisco Molina, «era difícil vivir sin Lola». En el próximo encuentro de la pandilla, a la hora de brindar por la renovación de su alianza de juventud, las copas se alzarán en su memoria y en la de quienes se fueron antes como Pepe Francia, el «guapo» del grupo o Ramiro Muñoz Haedo.

«¿Dónde estarán ahora aquellas muchachitas con sus vestidos de flores del domingo, sus melenas, cogidas del brazo en grupitos de risas?», se pregunta José Luis González Vallvé en su libro. Algunas, como Loli, se han quedado en el lado amable de la memoria, en un eterno verano, fuera del alcance de los rigores del maldito enero.