Van pasando los años -quince ya- y la presencia de Claudio Rodríguez sigue siendo viva y feraz. Ese es el último sacrificio del poeta. Desaparecer para dar por fin significado a su escritura; no estorbar su obra para que ella, al fin, pueda manifestarse plenamente. El sentido de «lo hecho» solo se percibe del todo cuando su autor no puede defenderlo ni justificarlo ya. La obra entonces flota sola a la deriva y resiste o no;sigue cumpliendo su misión -¿hasta cuándo? ¡y qué más da!- de acompañamiento, de transformación a los hombres tras el adiós definitivo de su autor.

En lo que concierne a la poesía de Claudio Rodríguez, esta posibilidad sigue garantizada por la vigencia, llena de altas certezas, de su poesía. De toda su poesía. ¿Por qué? ¿Por qué necesitamos seguir leyendo a Claudio? Esa es la pregunta pertinente que todo lector ha de hacerse ante una obra ya concluida. Esa es la cuestión que de manera fulminante se puede resolver en el caso del poeta zamorano simplemente acudiendo a versos suyos -¡y casi a cualquier verso!- para volver a dar sentido nuevo e interior a la vida. A la vida como aventura personal insoslayable y también como aventura colectiva y solidaria, sostenida en esos juegos de tensión dialéctica a los que se ha referido la crítica, esos opósitos de Claudio Rodríguez que son también vectores compatibles y que van del valor de la añoranza al recelo del recuerdo -ojo: no es lo mismo-, de la importancia de la compañía a la necesidad del adiós; esa es la conciencia del poeta, siempre alarmada para estar más intensamente cerca de las cosas por su fragilidad que por su duración o su rendimiento. Como escribía Álvaro de Campos en su portentoso poema «Tabaquería»: «como si no tuviera otra fraternidad con las cosas que una despedida».

Esta convicción de encontrar firmeza emocional precisamente en lo que se pierde puede rastrearse en numerosos ejemplos del poeta zamorano. Tomemos ahora dos poemas distantes en el tiempo pero tan afinas en el mundo de Claudio Rodríguez, en su intuición de la vitalidad -concepto este que podría ser el magma profundo y decisivo de esta poesía inagotable, inabarcable-. Me refiero a «Girasol» y a «Sombra de la amapola», pertenecientes a Alianza y condena y a El vuelo de la celebración respectivamente. ¡Son dos flores tan distintas! El girasol siempre cargado, con la promesa cierta de la fertilidad, aguardando a un vaciamiento que le dará sentido, como esos animales que esperan con paciencia verse aligerados cada mañana de la leche que les sobra; en cambio, la amapola sale ahí, en la incertidumbre de una cuneta o al borde de cualquier camino humilde, «herida y conmovida a ras de tierra»; su fragilidad es su destino. Todo bien distinto a la vida rebosante y numerosa del girasol, con «su danza que es cosecha» y su botón solar ciego, lleno de exceso fértil. Si se lee este poema entrando en su hondura, el lector reparará en que, a fin de cuentas, lo que salva al girasol no es su pujanza, su «campaña soleada / de altanería», sino «su postura de perdón». De perdón, ¿por qué? Porque está demasiado cargado de semillas y entonces presenta esa imagen claudicante, casi cabizbaja, podríamos decir, «a tierra / la cabeza, vencida / por tanto grano». Como un canto rendido a Némesis, la diosa griega de lo proporcionado, el poeta salva al girasol por esa especie de arrepentimiento del exceso; su gesto demostración es consecuencia natural de una arrogancia, de la arrogancia de su utilidad numerosa. Eso es lo que al poeta le interesa, y entonces es cuando se arrima con piedad a esa flor ya vencida.

Dejemos, como Claudio quería, los ritos que encienden el pasado y sigamos, sigamos leyendo su poesía

¿Y la amapola? Ahí la dejábamos, haciendo leve sombra -como expresa el título del poema-, temblando, «acariciando / el campo, dentro casi / del surco, / amapola sin humo». Y es a esa flor que va a ser calcinada enseguida por el sol inclemente del verano a la que, en su suspiro efímero, quiere acompañar el poeta. ¿Por qué? Porque no tiene duración, no tiene promesa de futuro -como el girasol-, no tiene existencia ruidosa. Solo tiene presente. Y Claudio Rodríguez sabía que el presente era el tiempo de la inocencia, el único posible; de ahí que él desechara el valor del recuerdo -«esa tajada seca», dice en otro poema- o el culto obsesivo al pasado. De modo que frente al futuro contenido a raudales en el girasol, en su «cara bonita» que acaba humillada por asumir más de lo que puede, he ahí la amapola volátil, con su seda roja de papel temblón y su disposición a quemarse, sí, a volverse «negro crespón del campo», como la definía Antonio Machado en aquel poema memorable.

Pero es que la amapola también se ha considerado, además de símbolo del sueño, signo de fertilidad. En el mito de Deméter y Perséfone, ella es flor primordial que indicará la posibilidad de resurrección de la vida. El lector se descoloca aún más cuando sabe esto. La función aparente del ubérrimo girasol quedaba abortada «por tanto grano, [por] tan loca empresa» mientras que la humildad de la amapola contiene esos mismos síntomas, inadvertidos en su vida fugaz y secundaria, fuera de los espacios preeminentes de los hombres.

Esta toma de postura es la que libro a libro, casi poema por poema, Claudio Rodríguez nos ha ido planteando con propuestas procedentes de su experiencia reveladora: el girasol acaba derrotado por su «hybris» mientras que la amapola es reivindicada de ese modo emocionante en el poema. Toda una lección moral. Hace ya años se cantaba mucho una canción popular titulada «Amapola» y que acababa así: «Cómo puedes tú vivir / tan sola». El poema de Claudio, su caricia final consoladora, parece contestar a aquella pregunta sin fondo: «Te estoy acompañando. / No estás sola». Y a mí se me ocurre traer todo esto a colación no solo por volver a sugerir cómo el sistema de alusiones de esta poesía procede muy a menudo por inversión, superando lo previsible. También quisiera que la excusa de un aniversario, del aniversario de uno de los grandes poetas que han existido, no fuese solamente asunto de recordatorios ni obligado motivo de loas. Dejemos, como Claudio quería, los ritos que encienden el pasado y sigamos, sigamos leyendo su poesía, sabiendo ahora que una débil amapola tiene más dignidad, más delicadeza y más importancia que la opulencia descabellada de los girasoles. De tantos girasoles como nos cortan el paso en este tiempo y nos acechan desde tronos y atalayas que él, desde luego, hubiese mirado con desprecio y sarcasmo, como entonces.

Claudio Rodríguez fallecía el 22 de julio de 1999. Su poética, premiada con el Príncipe de Asturias o con el Nacional de Poesía, permanece vigente y viva. Los versos de este zamorano, una de las mejores voces de la generación del 50, miembro de número de la Real Academia Española y propuesto para el premio Nobel de Literatura, protagonizan estudios, análisis y traducciones a la par que centran jornadas de carácter bianual organizadas por el Seminario Permanente que lleva su nombre.