Ciudad Rodrigo, 1991

Dicen que el hombre feliz tiene mala memoria y buena salud. Juan del Álamo de lo segundo sí parece, gracias a Dios, pero de lo primero, nada de nada. Nunca olvida esa sensación de desconsuelo que se le quedó prendida de los pantalones cortos en los recreos escolares. Tenía ocho años. Sus compañeros se partían el pecho jugando al fútbol. Él no. Trenzaba chicuelinas airosas, fintaba la luz del mediodía y engañaba al aire con un trapo ajado, que ya son ganas. Toreaba ya, sí. Solitario que ventea soledades. Cosas más raras se han visto. De infante amaba la afición de los mayores y se iba a las dehesas a ver crecer la hierba. Escuchaba el bramido húmedo de la tierra en las tardes abrileñas. Y sudaba triunfos. Dejó de llamarse Jonathan Sánchez Peix y se empapó de las ilusiones de su hermano mayor, torero hasta la médula. A los 7 años sintió el respirar de una becerra y eso puso en hora su corazón. Entró a saco en la Escuela Taurina de Salamanca y reunió un florero de triunfos en certámenes y bolsines, incluido el de «La Yagona», en Zamora. Es casi un niño que se estira y estira en las tardes de corrida. Tres orejas en Madrid, triunfo apoteósico en Lima. Nadie sabe lo que cuesta ser matador de toros. Locos que navegan en un mar de alfileres.