No parece hombre de este tiempo: no está alineado con el consumismo y siente el palpitar de la naturaleza. Da igual donde esté, en la plaza sevillana del Altozano o en las vegas acrisoladas de la Tierra de Alba zamorana; siente. Y ve lo que pasa a su alrededor. Y lo interioriza. Disfruta, se duele, llora, ama, como las gentes de antes. Esa sensibilidad que nada sobre los gestos, que bucea entre las vísceras, necesita una gatera por la que escurrirse. La ventana del arte le da el aire, el bálsamo que oxigena la existencia, el sendero de albero que serpentea entre un pantagruélico campo de gatuñas. La creación como espita, como floresta en el desierto. Laudelino Díaz Pino (1955), pintor de luces y de sombras, de los claroscuros de la vida, respira inquietudes y si hubiera nacido en la Florencia del Renacimiento, quien sabe, quizás, ahora, nos sonara su nombre.

Zamorano y sevillano, que se pueden tener dos almas sin vender el cuerpo al diablo. Que en Camas gallea y ventea el sentir andulusí y en Marquiz, su pueblo natal, campea y mira al cielo con ojos de campesino castellano resequido. No es incompatible cimbrearse al son que más vibra en una caseta de la feria de abril y doblar el espinazo al sol que más calienta entre un bosque de trigo reventón. Que a Marquiz lo parieron los mozárabes y Pino ha recuperado en cuerpo y alma esa herencia genética.

Siempre vuelve en verano. Y en Navidad. Y cuando se tercia, que en Tierra de Alba vive su madre, Laura, sus recuerdos de infancia y juventud, la sombra de su padre, Lorenzo, y la tierra, cordón umbilical de la nada y el todo, que une el cristal -aterciopelado o acerado, depende- de la vida y de la muerte, del principio y del final.

No va a olvidar fácilmente este verano. En el fondo de su esportón quedarán siempre, seguro, la exposición individual que abre el martes (19.30 horas) en la Galería Espacio 36, en Zamora, y la inauguración de un museo con algunas de sus obras en el pueblo que lo vio nacer. Airear la entraña siempre tiene riesgos. Porque habrá quien mire los bajos para encontrar miserias; es su problema, porque aquí, me consta y documento con el certificado de la amistad, no hay flecos, solo ansia creativa, la fuerza desatada de un autor que ha parido más de 1.500 cuadros, el fervor por abarcarlo todo, por inmortalizar lo que nos rodea. ¿Qué es el arte si no? El ansía irrefrenable de hacer imperecedera la existencia. Vano esfuerzo, sin duda, pero el camino, aquí, es la meta.

El pasado domingo inauguró un museo en su pueblo con algunas de sus creaciones (la mayoría, lienzos, pero también hay alguna escultura). Un pajar oscuro, espolvoreado de pacas, se ha convertido en reluciente sala, repleta de claridades coloristas. Díaz Pino lo explica mejor que el firmante: «Espero, con mis obras, hacer disfrutar a la gente. He querido reflejar mi evolución, mi lucha permanente con las fuentes creativas. Es un capricho personal. Dar a mi pueblo una pequeña parte de lo que me ha dado a mi, recuperar valores...».

El centro cultural, que está abierto a todos los visitantes previa cita con el pintor o con su familia, hace un recorrido a través de las trabajos más personales del artista y de algunas recreaciones y copias, por las mecas mundiales de la pintura: «La Gioconda nos acerca al Louvre, la magia de Rafael a la galería Uffizi en Florencia, a Madrid nos llevan Los Borrachos, a Londres la catedral de San Paul, también está Dalí...». Pero en esa cajita reluciente dedicada a Lorenzo y Laura, «símbolo de la generación que levantó España», hay mucho más. Está la fuerza impresionista y expresionista del autor, sus retortijones de las mientes. Impactan los atardeceres de la Zamora más lánguida y crisálida, el Ámsterdam más crepuscular, un bodegón insinuante de Marrakech, los óleos dedicados a las figuras del toreo. !Qué bien personalizada está esa arrogancia cerúlea de José Tomás, que convoca a las sombras de la muerte! El artista escucha la frase y reflexiona: «La tauromaquia, al margen del aprecio o el desprecio por los festejos taurinos, ofrece enormes posibilidades plásticas y estéticas. Ya me gustaría a mi ser hijo de Picasso, nieto de Goya y bisnieto de quienes labraron los petroglifos de Valonsadero...».

«Tenemos que potenciar mucho más la labor divulgativa del arte. Zamora, la capital, debería aprovechar al máximo el valor de la cultura. El museo de Baltasar Lobo tiene que ser un primer paso, pero hay muchas más cosas que hacer. Ahí está Cuenca, un ejemplo en arte abstracto. La cultura es la mejor manera de crear riqueza sin contaminar. La obra en el Castillo es un ejemplo...». Pino se pone serio, saca a relucir su expresividad, esa vitalidad que no lo deja parar, que lo tiene, ida y vuelta, que hace un tiempo le obligó a copiar a los más grandes, para aprender su técnica y asimilar su concepto del arte en beneficio propio, con un objetivo claro: robar el alma de los clásicos.

Su museo es eso, aportar una -pequeña- fuente de dinamización para su pueblo, pagar una deuda existencial. «Nunca olvido lo que me decía mi abuela Paula: "hijo, tú estudia, no hagas lo que yo, analfabeta, que no sabe lo que es el mundo que hay más allá de Carbajales". Hay que ser agradecidos y no olvidar. La memoria nos pega a la tierra, nos hace humildes, nos devuelve a la esencia, a lo que, de verdad, cuenta, la vida solo tiene cuatro letras...».

Ese sentimiento de pertenencia a una sociedad rural singular, a unos valores que están ahí, en valles y tesos preñados de jaras, es lo que le ha «forzado» a donar un lienzo, el Cristo de Velázquez, a la parroquia de su pueblo. «Nos educamos en unos valores religiosos, estudié en el colegio de los Jesuitas de Zamora (bien lo sabe el que esto escribe), quienes, no lo olvidemos, hicieron una gran labor pedagógica con nosotros y de eso no se ha hecho justicia. Por eso hay que ser agradecidos y la donación del cuadro tiene que ver con ese sentimiento, es una manera de pagar un poco lo que nos dieron...».

El óleo quedará expuesto en el templo. El cuadro, como todo lo que alumbra Pino, tiene historia. «Como no lo he podido firmar porque es una copia, he dejado constancia en una esquina que ha sido donado por la familia Díaz Pino, pero (y dibuja esa sonrisa de pícaro que siempre lleva puesta), ya he dejado mi código genético en las sombras...». Y el que suscribe recuerda una charla en 2007 (bendita hemeroteca) con el artista. Entonces, en relación con el Cristo de Velázquez, desveló que había mezclado su propia sangre con la pintura roja y, de fondo, había utilizado el disolvente universal: «Esperé a que se evaporara el disolvente y después utilice la mezcla para dar forma a las heridas de la impresionante imagen, el resultado está ahí, en la tela».

Pino cuando habla, cuando reflexiona, saca a relucir ese envés didáctico que es su segunda sombra. Deformación profesional. Es profesor en el colegio «Andalucía» de Camas (Sevilla) y allí imparte -buenos- valores a sus alumnos. Es de los maestros que dejan huella por su concepto de la enseñanza: directa, universal, sin cortapisas y teniendo siempre en cuenta el objeto y sujeto de la misma. Que nadie es si primero no lo reconocen.

¿Y el arte? El de Marquiz tiene un concepto poliédrico del proceso creativo. Ahí va la síntesis de su filosofía: «Es una apreciación del destino y por ello sobrevuela más allá de la materia; debe servir no solo para ensalzar lo bello y buscar la divina proporción del universo, también, y sobre todo, para sacar a la luz las "manchas negras" de nuestro mundo». Esta última apreciación justifica su serie «África», un proyecto que le quita el sueño. Una decena de cuadros que pretende recoger la miseria, el abandono de un continente que refleja las contradicciones del primer mundo, ese universo consumista que dice sustentarse en los valores humanos, la igualdad, la libertad y la fraternidad, pero que solo aplica en su territorio, para evitar que al extender esta filosofía a todos los países, a todos los rincones, pueda perder su hegemonía y sus beneficios que beben y comen -y muy bien, por cierto- en los desequilibrios y las desigualdades de los más débiles.

Pino insiste en que «no vale solo la coartada de la belleza por la belleza; es mentira. En un cuadro tiene que haber más, un fondo que no esté manchado por la pintura. Eso es lo que trasciende, lo que queda en el espectador que es quien verdaderamente alumbra el arte en un trozo de tela árida o una estaca de madera acuchillada. El pintor no es más que el camino. El que lo pisa y llega al final donde está el tesoro o la desilusión, es quien ve el cuadro, la escultura, el edificio, la obra... Todo empieza al final». Su serie-bofetón sobre el continente negro está inacabada, pero los óleos que ya están enmarcados tienen fuerza, palpitan. Esas mujeres dolientes reflejan el sentir de un pueblo acostumbrado a sufrir, a respirar sin aire. Los niños comidos por las moscas que buscan la leche agrietada de senos resecos son todo un símbolo de la gran mentira que mueve al mundo. «Acabaré este proyecto cuando pueda viajar a África y sentir en carne propia lo que allí sucede». Cuando todo termine, será tiempo de abrir la ventana; quizás en Zamora. Venid y vez lo que estamos haciendo, la mierda de mundo que hemos creado. Pero eso será cuando sea.

Creador infatigable, bebe en los manantiales de todas las técnicas. Sobre todo pintor, pero también escultor, como buen renacentista, amante de todo aquello que pueda trascender e intentar explicar el destino del hombre y la mujer, la sombra alada que alumbró, con la ayuda de la casualidad el universo que nos atosiga. Podría vivir del arte, pero no. Ama demasiado la docencia y está asido a su sentido vocacional del servicio.

Para la exposición que abre el martes en Zamora y que permanecerá en Espacio 36 hasta el 5 de septiembre ha seleccionado una treintena de obras. No hay copias. Sí hay bodegones de Zamora, imágenes de esta provincia que hurgan en lo que más escondemos: esa belleza lánguida de pardal, la condición crisálida. «El arte -sentencia Pino en su original catálogo de la muestra que ve la luz el martes- trasciende al tiempo... doblegándolo con la persistencia de la memoria». No faltaran estampas taurinas. El coqueteo con la muerte siempre ha supurado humores estéticos, que lo que vemos es hermano de lo que sentimos. La tauromaquia como símbolo de dominación, de lo etéreo que es el mundo. El rosario colorista que aireará en la seo de Ángel Almeida es su propia vida, escalón a escalón, sus influencias, su papilla artística, sus menús a la carta creativos; ventanas expeditas a la luz, húmedas para enternecer el aire calentorro de estío. El creador se pregunta: ¿como pintar la vida? Y se contesta: «Con el color de la pasión, porque la pasión es la llave del instante y el instante es la fuerza de la vida».

Sevillano de adopción, Pino nunca ha podido desasirse de la pegajosa Castilla, su tierra, a la que lleva en el costado, en el vacío. «Siempre que puedo me escapo para ver esa luz que mancha de claridad la Meseta, para soñar la soledad y volver a rellenar la mochila de recuerdos, de nostalgias, de ausencias, de esos marrones con lo que está hecho el conocimiento, que se encarnan en el interior, para preñarme de creatividad, la que rezuman esos campos de Castilla, cofre de espiritualidad y genialidad para Antonio Machado...».

Artista reconocido, suma ya una cadena fuerte y larga de exposiciones, aunque le gusta ir con calma, disfrutar del paso -oblongo- del tiempo. Ha mostrado sus cuadros en Zamora (Galería Caché y Espacio 36), Sevilla (Museo de Bellas Artes, Banco Central Hispano, Ayuntamiento, Colegio de Abogados, Caja San Fernando, Club Antares, Casa de las Columnas...), Barcelona, Santander, Valladolid, Marbella, Montpellier (Francia) y Nueva York (dos colectivas). Las próximas citas de su arte con el mundo serán en la Galería Club Antares (Sevilla) y Londres (colectiva Montcalm Gallery).

Díaz Pino no para de crear, de investigar, de sentir, de experimentar. Lo último, una serie de ocho lienzos en los que pretende trasmitir mediante la expresividad de una niña (siempre la misma; preciosa) sentimientos como la esperanza, la felicidad, el dolor... Ahora mira al cielo y recuerda cuando pintó la Maja Desnuda de Goya: «Me quitó hasta el hambre; la acabé por la noche y ese día no me acordé de comer...». Así es de visceral, de genial, pero cada vez tiene más claro (será por sus estudios de Medicina y su vocación solidaria) que «el arte, si para algo debe servir, es para hacer mejor este mundo».