Una vida ambulante. Así se podría resumir la biografía de Flora Álvarez Temprano, conocida por los niños zamoranos que ya han superado los cincuenta años como «la barquillera», quien ayer celebró un siglo de vida junto a toda su familia y sus compañeros de la residencia Reina de la Paz en la capital, donde vive desde hace trece años.

Desde principios de los años cuarenta era habitual verla a ella junto a su marido, Jacinto Martínez Antolín, primero junto al templete de La Marina y después por distintos puntos de la céntrica calle Santa Clara, con su carrito repleto de dulces. Desde los tradicionales barquillos y pirulís caseros hasta pipas o almendras garrapiñadas. También aprovechaban la sesión de cine de los domingos en el antiguo edificio del colegio Corazón de María, cerca de la Medalla Milagrosa, conocido popularmente como «los luises», donde niños y niñas se reunían para ver los últimos estrenos. Su presencia era habitual en las romerías cercanas a la capital, como el Cristo de Morales, La Hiniesta o el Cristo de Valderrey.

Pero la venta ambulante ya era una forma de vida para Flora desde antes de conocer a su marido. Nacida en Abanto, un pequeño pueblo de Bilbao, se trasladó con su familia a Manganeses de la Lampreana y junto a su hermana se ganaba la vida recorriendo los pueblos de toda la región con una caseta de tiro. En una de esa ferias locales conoció a su marido y se casó, con 30 años, un 26 de octubre.

Los recuerdos de esta intensa vida en la calle endulzando las tardes a tantos zamoranos van poco a poco borrándose de la memoria de la barquillera. Mezcla nombres e historias, que cuenta con todo lujo de detalles, aunque muchas sean solo producto de su imaginación. Pero no duda cuando recuerda a su marido al asegurar que «fue una magnífica persona, muy trabajador» y que ambos tenían que levantarse «a las cinco de la mañana, o incluso antes» para preparar los barquillos y pirulís en la planta de abajo de su casa en la calle Carniceros, en el casco antiguo, para sacar adelante a sus tres hijos: Paquita, Pedro y Ana María. «Vendíamos mucho, pero se ganaban pocas perras», subraya la señora Flora.

«No ha sido labrando las tierras, pero mis padres han trabajado muchísimo toda su vida», reconoce Paquita, la hermana mayor, quien asegura que la singular profesión de sus padres «sirvió para mantener a la familia. Nunca llegamos a pasar hambre, aunque sí algunas estrecheces típicas de la época», rememora.

Ana María, la única hija que reside en Zamora, apunta que su madre, «siempre fue una mujer de carácter, era ella quien llevaba los pantalones en casa» y se alegra de la buena salud que tiene. «Solo toma una pastilla para dormir, nada más», apunta.

La tradición de los barquillos en la familia no se ha perdido del todo después de que sus padres se jubilaran en los años setenta. Ahora es su yerno Ulpiano Martín, marido de Ana María, quien lleva cuarenta años con un pequeño puesto en Santa Clara. «Le enseñó mi padre el oficio cuando se quedó en el paro», recuerda su esposa.

Este matrimonio, junto al resto de la familia de Flora, que disfrutó de ocho nietos que ahora le han dado otros tantos biznietos, celebraron ayer por todo lo alto, como se merece, este siglo de vida de una mujer que arrancó cientos de sonrisas infantiles a varias generaciones de zamoranos con sus barquillos.