Para los participantes en la misa mozárabe que ayer acogía el monasterio de Las Benedictinas la liturgia supone «vivir la relación que nos une a aquellos que nos han precedido bajo el signo de la fe». No como personas desaparecidas, sino como «aquellos a quienes debemos la fe cristiana». Las palabras de Narciso Lorenzo, delegado de Liturgia en la diócesis, se refieren a los zamoranos que festejaban el también llamado rito hispánico en los primeros siglos de la iglesia visigoda de San Pedro de la Nave, uno de los pocos templos hoy en pie que pueden contar aquella experiencia.

Para entender la ceremonia, es preciso viajar al primer milenio. Junto a la liturgia romana -la que hoy presenciamos en las iglesias- los territorios hispanos forjaron una celebración con algunas particularidades entre los siglos VIII y XI. Aquella tradición cobró el calificativo de «mozárabe» por celebrarse con el permiso de los musulmanes en pleno dominio de la península. Sin embargo, estuvo a punto de perderse y sobrevivió a duras penas durante siglos refugiado en lugares tan emblemáticos como Toledo o Salamanca.

Quiso el destino que el Concilio Vaticano II, del que ahora se festeja su medio siglo, recuperase aquella reminiscencia hispana que ayer cobraba vida entre los muros del monasterio benedictino. Aquí en Zamora, los sillares del coqueto templo de San Pedro de la Nave guardaban oculto el recuerdo de aquellas ceremonias hispanas, toleradas por los árabes. Los cirios, los textos y el sentido de aquellas misas no regresaron, sin embargo, hasta el año 2000, cuando el obispo recuperó aquel legado inmaterial con motivo del jubileo.

«Podemos imaginarnos muy bien cómo eran aquellas liturgias mozárabes, porque tenían lugar en templos más pequeños y nosotros conocemos perfectamente uno de ellos, San Pedro de la Nave», revela Narciso Lorenzo. Explica el sacerdote que la estructura de esta misa es parecida a la tradicional, aunque con algunas particularidades. Una de ellas, «muy hermosa, consiste en que la sagrada hostia se parte en nueve fragmentos que evocan los misterios de la Salvación». Pero hay más. En ellas, el sacerdote celebra mirando al altar, símbolo de Jesucristo, en el que «arden siete candelabros alusivos a los siete dones del Espíritu Santo». De esa forma se vivía ayer en la iglesia conventual de las monjas benedictinas.

Parece que no han pasado los siglos. Tampoco lo ha hecho la situación en la que algunos cristianos viven sus celebraciones. El delegado de Liturgia de la diócesis precisa que «corresponde a los historiadores describir cómo vivían aquellos cristianos», aunque resulta obvio pensar que lo hacían «en una situación de dificultad». La misma, por ejemplo, que condiciona en la actualidad la celebración de la Navidad cristiana en los lugares santos.

El culto hispano o mozárabe era tolerado por los dominadores musulmanes, aunque tenían su eco en lugares inexpugnables como las montañas del norte de la península. «La situación era tan complicada que los cristianos se trajeron al norte las reliquias de San Ildefonso de Toledo y de San Isidoro de Sevilla para evitar que fueran profanadas», añade Lorenzo. Luego llegó la batalla de Las Navas de Tolosa (1212) y el dominio árabe se circunscribió al reino nazarí de Granada, conquistado finalmente por los Reyes Católicos en un año mágico: 1492.

Aquel lejano rito se refugió principalmente en Toledo hasta el siglo XX. Esa constante lucha por la supervivencia es la que ha permitido que en Zamora se reviva hoy, al menos, tres veces al año. Una en honor a San Ildefonso, patrono de la ciudad. Otra como recuerdo de San Pedro, del que se conserva el vestigio del templo de la Nave. Y la última, ayer mismo, para rememorar la Anunciación a Santa María.