Con un euro ochenta en el bolsillo, Efrén comienza un nuevo día en el Centro Social Madre Bonifacia, «es toda mi fortuna. Yo antes tenía una vida, un trabajo, me construí un futuro, pero se me han ido cayendo las columnas». Como el resto de usuarios que viven en el albergue de Cáritas para personas sin hogar, el sentimiento de este colombiano de 51 años es de confusión al intentar responder a la gran pregunta: ¿cómo he podido llegar a esta situación?

Una pregunta que ronda por la cabeza del medio centenar de personas que acude a diario al comedor social de Cáritas en Zamora y de la treintena de usuarios que vive en el centro a falta de cualquier otro lugar donde poder dormir. «El aumento de las personas que acuden al centro es muy notable desde el inicio de la crisis, pero es ahora cuando más necesidad hay», explica José Martín, trabajador del centro desde su apertura hace ocho años. Los primeros años inmigrantes de decenas de nacionalidades eran los principales usuarios del centro. Hoy solo tres extranjeros hacen uso de la ayuda social de Cáritas en el centro Madre Bonifacia, el resto, españoles que por distintas circunstancias se han visto obligados a pedir ayuda para poder sobrevivir.

Montador de telecomunicaciones de profesión, Efrén salió de Colombia en busca de una vida mejor que encontró en España. Recorrió el país trabajando en un sector que también se vino abajo por la crisis y el desempleo llego a su vida para quedarse. «Vine a España con un contrato de trabajo y años más tarde me ofrecieron incorporarme a una empresa más grande, pero lo rechacé porque le debo mucho a la persona que me trajo, pero su empresa quebró y la crisis ya se había instalado, por lo me quedé sin trabajo hasta ahora», explica, recordando el tiempo en el que era uno de los más cotizados trabajadores de las alturas, «monté las antenas de radio del pirulí de TVE, era un trabajador arriesgado».

Separado de su mujer y con una hija en Colombia, Efrén llegó a Zamora de la mano de uno de sus diez hermanos y gracias un curso del paro descubrió que existía el centro social Madre Bonifacia, donde llegó para dejar de dormir en coches abandonados. «Lo he intentado, he buscado trabajo por todos los medios, pero llevo cinco años en Zamora y no he encontrado un empleo». Lleva un año en el albergue social, pero su intención es poder irse en poco tiempo, «estoy a la espera de la Renta Activa de Inserción (RAI) para intentar empezar de nuevo, no quiero lujos, solo quiero poder manejar mi vida», explica Efrén, que cuando cierra los ojos sueña con ser un pequeño empresario «y un buen jefe».

No quiere fotos y prefiere figurar con un nombre ficticio, «soy de Zamora y poca gente sabe que vivo aquí», se pronuncia Marcos, que se ha dedicado toda su vida al sector de la hostelería, hasta que perdió el trabajo y comenzaron los problemas con el alcohol y con su familia. «Todo es una espiral en la que entras y es difícil salir, pero no imposible, llevo un año sin probar el alcohol», comenta orgulloso, aunque lamenta que sus estancias en el centro sean cada vez más prolongadas, «sin trabajo es imposible dejar esta vida, antes buscaba en hostelería, pero ahora aceptaría cualquier cosa», asegura.

Las vueltas de la vida lo llevaron a tener que vivir en la calle durante un mes, tiempo en el que la estación de autobuses era el lugar en el que más noches pernoctó, aunque también buscaba refugio en los cajeros. «La verdad es que no pegaba ojo por la noche, cuando empezaba a clarear era cuando dormía algo», recuerda Marcos, muy reticente en ese momento a acudir al centro social. Hasta que la situación se volvió insostenible y llamó a la puerta del albergue, donde tiene ahora su familia. «La ayuda que me ofrecen aquí es inestimable, están pendientes de mí, me ayudan...», explica el usuario, que sin embargo reconoce que la situación no se puede seguir alargando en el tiempo. «La vida me ha hecho más humilde, nunca pensé verme en esta situación y ahora me he dado cuenta que todos somos iguales, todos podemos caer en una situación como esta, pero hay que buscar la salida».

Hace un mes que José María, madrileño de 51 años, vive en el centro social de Cáritas en la capital. En ese tiempo le ha dado tiempo a hacer autocrítica y responder a preguntas que rondaban por su cabeza, «antes me pasaba el tiempo echándole la culpa de mis problemas a los demás, me arrepiento de muchas cosas en mi vida, pero ya se cuál es el camino», comenta, aunque sabe que sin un trabajo es imposible volver a empezar.

A las dificultades de encontrar trabajo en época de crisis se suma el hecho de que los empresarios ven con malos ojos a los que viven en el centro social, «recelan de nosotros, tienen una imagen estereotipada y es muy difícil que te contraten, pero yo tengo 30 años cotizados, se trabajar y soy bueno en lo mío, en la labor de comercial, y llegue a ser encargado. Tengo esperanza en salir de esta y retomar la relación con mi familia», comenta. Sabe que no puede estar mucho tiempo en el albergue, y la opresión en el pecho que afirma sentir se alivia a momentos y se agrava en otros tantos. «Antes tenía una vida, me separé, y mi mujer se quedó el piso porque se quedó con la custodia de mi hija y me vi en la calle, las ayudas para los hombres separados son nulas y ahí hay un drama social ante que el todo el mundo mira para otro lado», lamenta el afectado.

El centro ha sido su tabla de salvación, ahí recibe ayuda para sus problemas con el alcohol y puede dormir y comer caliente todos los días.

En su opinión, Cáritas hace una función social «muy importante llenando el vacío que no llena el Gobierno ni los estamentos oficiales», asegura José María, que aunque tiene familia, asegura que «no están preparados para ayudarte, además la gente tiene sus propios problemas y no quiere sumar uno más».

Esta dispuesto a «salir del agujero» y ve su futuro estabilizado y con trabajo, sobre todo ahora que «empiezo a ver las cosas claras, he aprendido muchísimo, se más y creo que me irá mejor», asegura.

Suena el timbre en el centro social Madre Bonifacia, alguien se alejando dejando dos sacos de patatas y una caja de naranjas en la puerta, «¿quién eres?», preguntan desde la lejanía, que recibe un «nadie» por toda respuesta.