«Ignacio era un as, el número uno». Al fin, la familia del anticuario zamorano que ideó y promovió el célebre claustro románico de Ciudad Lineal „redescubierto meses atrás en una finca privada de Palamós„ ha dado un paso al frente para revelar quién fue realmente el personaje clave de esta fascinante e intrincada historia que ha ejercitado la mente de historiadores, arquitectos, arqueólogos o simples aficionados del arte de todo el país.

La familia zamorana de Martínez nada sabía del claustro de Palamós, pero la publicación en este diario de la fotografía en la que aparece junto al conjunto arquitectónico en los años treinta ayudó a reconocer a un joven Ignacio. Aquel personaje opulento, vestido de traje y zapatos elegantes y tocado con sombrero es el tío de las hermanas Lozano Martínez, que hoy lo recuerdan como «el mejor anticuario de Barcelona», capaz de «convencer a cualquier», ganador y derrochador de fortunas al mismo tiempo.

Y es que Ignacio tuvo un buen maestro, «el mejor», a juicio de la familia. Se refieren a su padre, Fernando Martínez López, «uno de los primeros anticuarios de España». Natural de Medina de Rioseco, Fernando barrió los pueblos de la provincia buscando tallas románicas, pinturas, bargueños... Un viaje a Fuentelapeña marcaría su devenir, porque en el municipio de La Guareña conoció a Teresa Hernández, la futura esposa de un matrimonio que escoció a sus convecinos. «La moza más guapa del pueblo se la ha llevado un silletero», decían en la localidad en alusión al oficio de restaurador de muebles de aquel forastero.

El matrimonio fue próspero, al menos en hijos. Fernando y Teresa tuvieron ocho vástagos, aunque la cruenta realidad de la época hizo que cuatro de ellos (de entre 18 y 38 años) murieran antes de tiempo. También falleció muy joven Fernando, situación que dejó a Ignacio, el mayor de los hijos, al frente de la familia junto a sus hermanos Eugenia, Jerónimo y Ángeles, la madre de las hermanas que ahora revelan la historia al completo.

Con el oficio de las antigüedades bien aprendido de su padre, Ignacio se enamoró de otra zamorana, María Ángela, «una persona buenísima», tal y como recuerda Paquita Lozano Martínez, quien ejercita su memoria a los 85 años para reconstruir la vida de sus tíos. «Corrían los años veinte y se fueron a vivir a Madrid, a Ciudad Lineal», asevera. También marchó Jerónimo, el hermano pequeño de Ignacio, quien abrió una tienda en las galerías Conchita Piquer del rastro madrileño.

Paquita Lozano recupera el barrio de Ciudad Lineal y la casa de su tío Ignacio porque viajó allí en varias ocasiones para disfrutar de «un chalé que alquiló a una señora con unas naves enormes, jaulas con faisanes, bancos y mesas de azulejos antiguos». La memoria de Paquita se traslada a la finca que el zamorano alquiló a la marquesa Águeda de Martorell, espacio en el que se erigió el célebre claustro. «Al morir, aparecieron familiares por todas partes, pero ella le dejó todo a mis tíos: el chalé, las joyas, el dinero? todo».

El anticuario era un hombre con suerte, tal y como advertía la prensa de la época. En la capital española, él y su hermano se hicieron con parte de un gordo navideño en los años veinte. Poco después, en enero de 1931, Ignacio regresó a Zamora y tuvo la fortuna de adquirir tres series de Lotería Nacional que le reportaron 18.000 pesetas, todo un dineral para la época.

El anticuario zamorano poseía un talento natural, además del conocimiento heredado de su padre. Aseguran quienes le conocieron que era capaz de identificar piezas a ojo, incluso a ciegas. Una vez apostó con anticuarios de la calle La Paja de Barcelona que podría identificar, con los ojos vendados, piezas de terciopelo, tanto el color como la época en la que habían sido tejidas. Al tacto era capaz de reconocer los pigmentos usados en las telas. De una colección que le pusieron delante solo falló uno, del que dio un color aproximado al original.

Pero, ¿quién era realmente Ignacio? «Jerónimo era uno más, pero Ignacio tenía fama de ser el mejor anticuario que había», rememora Paquita. Primero en Madrid y, con el estallido de la Guerra Civil, en Barcelona. «Él era como aparece en la foto, "echao pa´lante", chulillo», detalla la sobrina. Su vida profesional le ayudaba: «El negocio le iba muy bien, ganaba mucho dinero, podía construir un claustro y mucho más», añade la sobrina.

Corrían los años treinta y Estados Unidos sufría un tremendo golpe con el crack de 1929. Al otro lado del Atlántico, el magnate de la prensa americana William Randolph Hearst observaba el declive de su imperio. Había ganado fortunas y «tirado» montañas de dinero en comprar piezas de arte que jamás llegó a desempaquetar.

A miles de kilómetros y salvando las distancias, Ignacio copió las artes del maestro que Orson Welles retrató en «Ciudadano Kane». «Ignacio obtenía dinero a punta pala, pero igual que lo ganaba, lo tiraba», detalla su sobrina. La pregunta es lógica: ¿Lo invertía en antigüedades? «En antigüedades... y en tomar champán a diario», revela Paquita.

Y es que el comerciante tenía repleto el bolsillo para ir a los toros, al cine o al teatro de la época. Pero, de repente, se le acababa y «su mujer María Ángela tenía que empeñar las joyas hasta que Ignacio concretaba otro negocio». Una filosofía muy personal que le valió la reprimenda de su hermano Jerónimo, quien no pocas veces le recomendó que metiera el dinero en un banco. La respuesta de Ignacio recuerda la ironía del personaje imaginario Charles Foster Kane: «Mi banco es mi bolsillo, lo voy sacando y cuando meta mano y no lo tenga, es que me lo he gastado».

En aquellos años treinta, Ignacio Martínez y el hispanista americano Arthur Byne iniciaron el conocido proyecto de Palamós. Posiblemente, el anticuario zamorano adquirió antiguas piezas románicas de un templo salmantino y encargó al reputado arquitecto Ricardo García Guereta la reconstrucción de un claustro medieval con tallas antiguas y nuevas. Este fue uno de los fiascos de la pareja Byne-Martínez. Al primero le sorprendió la muerte en la carretera, al chocar su moto contra un camión camino de Madrid en 1935. El segundo tuvo que huir con el estallido de la Guerra Civil en 1936.

El anticuario abandonaba los placeres de una vida acaudalada por los sinsabores de su nueva existencia. «Marchó huyendo, porque en Madrid los perseguían, no por ideología ni política, sino porque no tenían "manos de trabajadores" y no iban a la guerra», expresa de forma gráfica Paquita Lozano.

Pese a la huida, el comerciante zamorano mordió el polvo en Barcelona, donde llegó a sufrir la tortura en una de las checas „recintos empleados por los republicanos durante la contienda„ de la ciudad condal. Aunque perdió varios kilos y su aspecto empeoró, Martínez sobrevivió a duras penas para continuar ejerciendo un oficio en el que era un maestro.

Huyó a Barcelona con el estallido de la Guerra Civil, pero allí tuvo que sufrir la tortura en una checa

De hecho, sus artes le valieron el apodo del «Maestro» o del «Divino» Martínez. El zamorano se estableció en el palacio de la condesa de Sobradiel, donde abrió su propio taller de restauración. Allí crió junto a María Angela a su único hijo, Federico, un habilidoso artesano que culminó la operación del claustro a finales de los cincuenta con la venta del conjunto al adinerado alemán Hans Engelhorn. Ignacio había fallecido en 1956 y desde entonces descansa en un pueblo de las afueras de Barcelona.