«En una guerra, la información sin fuerza militar no sirve de mucho». Esta sentencia define la filosofía del libro «Una derrota prevista. El espionaje militar republicano en la Guerra Civil española (1936-1939)», que acaba de publicar el joven historiador zamorano Hernán Rodríguez. Es una de las tesis del trabajo que acaba de ver la luz (Editorial Comares) tras una década de investigación, una tesis universitaria y cuatro años buceando en archivos y bibliotecas.

Hasta la fecha, poco se había publicado sobre las operaciones militares que resolvieron la contienda civil, menos aún del espionaje y del papel que jugó. En términos generales, Hernán Rodríguez sostiene que el llamado Servicio de Inteligencia Militar impulsado por el coronel Manuel Estrada «funcionó» y «proporcionó una buena información». Fue tan eficaz, que el Ejército republicano ya sabía el desenlace de la guerra a favor del bando franquista: «Una derrota prevista». De un lado, las decisiones equivocadas de los mandos militares y, por otro, la mayor potencia y moral de los militares liderados por Franco «impidieron rentabilizar» la detallada información que los espías trasladaban a la cúpula militar republicana.

Son tesis que se desprenden, fundamentalmente, de un «peculiar» fondo documental de la Guerra Civil que se conserva en el Centro de la Memoria Histórica, el antiguo archivo de Salamanca. Ahí radica una de las originalidades de la publicación. Hasta la fecha, pocos habían indagado en las más de setenta cajas que el servicio generó al mando del coronel Estrada, quien se llevó los documentos a Francia para resguardarlos del enemigo y solo en los años ochenta pudieron regresar a España.

El trabajo, prologado por el historiador Ángel Viñas, arranca en los años previos a la Guerra Civil. Hasta la fecha, «los servicios habían mirado hacia el enemigo interno. Cuando empieza la contienda, hay que organizar la información desde cero», explica el investigador zamorano. 1936. Son momentos de caos, el Estado se desmorona y «son las milicias armadas de partidos políticos y sindicatos quienes sostienen la República», apunta Rodríguez.

Es en ese momento, en el estallido de la contienda nacional, cuando la República disuelve el Ejército, dividido ya entonces a la mitad entre partidarios de los rebeldes y del bando popular, la única parte que verdaderamente se desintegra. Eso obliga a organizar las milicias para darle la estructura tradicional de un ejército, tarea en la que los republicanos emplean prácticamente un año. Son doce meses de ventaja para los soldados de Franco, una parte de «las tropas regulares de África, las más aguerridas y motivadas, con un mayor rodaje tras las batallas de los años veinte», explica el historiador.

Para compensar la potencia de las tropas insurrectas, el Ejército republicano recurre a la información sobre su enemigo. «El Gobierno comienza a recibir la información, pero quien da los partes son gobernadores civiles, pastores de cabras, concejales de los pueblos? Personas poco profesionales», puntualiza Hernán Rodríguez.

El ejército está en pleno proceso de reorganización, la información sobre Franco no es acertada? ¿Cabe esperar las primeras derrotas? Muy al contrario. Esta es una de las múltiples paradojas que recoge el libro. «La República logra contener al enemigo, e incluso llega a ganar la batalla de Guadalajara», revela el historiador. Ni en Madrid, La Coruña o El Jarama pierden posiciones los republicanos. Aguantan incluso cuando no saben muy bien por donde llegan las embestidas rebeldes.

Estamos ya en julio de 1937, cuando el coronel Manuel Estrada, natural de Cartagena, entra en acción. La República sabe que la información ha fallado en esa primera parte del enfrentamiento civil e intenta subsanarlo. Estrada Manchón funda el Servicio de Inteligencia Militar, al que el presidente Juan Negrín y el director estratégico Vicente Rojo acabarán brindando elogios pese a la anunciada derrota.

El objetivo consistía en impulsar un cuerpo de informadores que se confundieran en el bando enemigo para conocer sus operaciones militares y ponerles freno. Pero, ¿cómo eran esos informadores? ¿Eran espías sacados de una novela de la II Guerra Mundial? «Eran jóvenes de entre 18 y 20 años, voluntarios que hacían un curso básico de unos diez días para 15 o 20 personas. Lo básico era su lealtad a la República, aspecto que se podía probar el carné socialista o anarquista», apunta Hernán Rodríguez. Aquellos espías fueron entusiastas de la República, jóvenes con escasa formación que percibían un sueldo mayor que los soldados de a pie a cambio de jugarse la vida o, cuando menos, tenían la cárcel como destino. Todo para hacer viable un servicio dividido en secciones que se encargarán de espiar a los rebeldes en el frente, en la retaguardia e incluso en otros países.

La información llega a los mandos militares de forma fluida, saben por donde atacará Franco en cada momento. Y, sin embargo, aquí llega la principal aportación de este libro narrado con estilo de novela. «Hasta mayo de 1937, las batallas no van mal y la información era mala. A partir de julio de 1937, todas las batallas hasta el final se pierden y, sin embargo, la información mejora y va a ser buena», analiza Hernán Rodríguez, quien sostiene que la mejor información no logra compensar el déficit del ejército.