La contrapartida de una tierra como la zamorana, anclada en el pasado en muchos casos, es la belleza de unas comarcas y unos pueblos intocados, indemnes al paso del tiempo y el tren del progreso. La calma, la naturaleza y la sencillez de las gentes ha estado y sigue estando ahí. Tuvo que venir, sin embargo, un caminante aragonés de habla rural y trato llano a desvelar los tesoros de Aliste, la tierra que simboliza, quizá, mejor que ninguna, la ruda realidad de la provincia.

Lo hizo José Antonio Labordeta en esa particular singladura por la España rural que dio en llamarse «Un país en la mochila». Una serie de documentales que le han acreditado como un auténtico juglar de las postrimerías del siglo XX. A Zamora, como a otros sitios, Labordeta llegó tras cantar significados temas reivindicativos y de su Aragón del alma como «Somos» o «Canto a la libertad».

Y con las miles de experiencias ya vividas guardadas en su mochila, el cantautor, poeta, profesor y diputado se presentó en Tábara, para recordar los versos que el oriundo León Felipe dedicó a un humilde guijarro. Aquel entrañable viaje se iniciaba en Riofrío, donde el aragonés se asombraba viendo todavía a las mujeres lavando «en las aguas lentas» del río, en un pueblo donde pudo tomar nota de la abundante presencia de la pizarra, «material importante en la construcción no sólo de los tejados, sino también en los suelos de patios, terrazas y cocinas».

En medio de la quietud del pueblo -transformada en lugar idílico por la magia televisiva- Labordeta le enseñó a toda España curiosos utensilios autóctonos, como cholas, abarcas, ruecas y husos. E incluso tuvo tiempo para escuchar el canto de una vecina, Julia, que no dudo en tomar el tambor para cantar una jota.

De camino a Bercianos, al «beduino» del Congreso le llamó la atención la forma con que los burros autóctonos daban vueltas a la noria para conducir el agua. Y cómo no, tuvo tiempo para visitar a Juan Gallego, el artesano local que le enseñó las partes de la típica capa alistana: la chiva, el capillo o el espejuelo. «En la procesión de Zamora la llevan que no se le ven ni los zapatos», afirmaba el alistano. «¿No le da repelús eso de la mortaja?», bromeaba el autor del documental.

Por delante, tiempo para descubrir los remotos Flechas y Santa Cruz de los Cuérragos, una experiencia similar a «entrar en el silencio bajo un mediodía luminoso en el que todo está dispuesto a sobrecogerte», camino del río Manzanas.

Ya entonces, Labordeta había tomado buena nota del singular paisaje de la Sierra de la Culebra. «Es bestia, dura, amarga, intensa... donde los grandes habitantes son la jara y el pino», se decía a sí mismo.

Parada en Nuez, para beber un «poquico» de agua del botijo y aprender la forma tradicional de tejer y otros oficios hoy casi extintos. Recta final del camino para admirar el encanto de la iglesia de San Miguel en San Vitero -«Me admiro de la belleza equilibrada de su interior a pesar de la humildad de formas y materiales»- y visitar Rabanales y Los Arribes, previa parada en Moveros, donde Carmen enseña a un país una tradición alfarera cuyo presente pende hoy de un hilo.