Amaba el realismo castellanista y sus esencias –y, también, las creaciones de aquellos del Renacimiento–, y desdeñaba las vanguardias. Hizo lo primero y, por sus aptitudes, bien pudo hacer lo otro. Decididamente, no quiso. Su pintura, que representa una alegoría de estas tierras cerealistas, de año y vez, aparece reunida en una muestra antológica, donde el trazo seguro dibuja la vida que se extingue con serenidad, como si tuviese asumido la consumación de su tiempo. José María Castilviejo (1925-2004) es recordado y reconocido, en la sala “Rafael” de Valladolid, con una amplia producción: 31 cuadros, en distintas técnicas.

Ejercía un magisterio en eso de la figuración. Sobre todo, si plasmaba la humilde existencia de la Meseta. Sobre todo, si era la que vivía ensimismada en sus recuerdos. Desde la infancia. Desde los días que la conciencia toma consciencia. «Su obra se vendía mucho en vida del artista. Después de fallecido, también, aunque en menor medida», asegura Alberto Pérez, propietario de la galería. La muestra presenta pinturas de la sala y de coleccionistas particulares. Por eso «resulta muy diversa», se escucha. Pertenecen a una amplia etapa creativa: desde principios de los años 70 hasta los días postreros, cuando la muerte ya avisaba, para presentarse el 12 de marzo de 2004. Los precios, y más en tiempos de crisis y de bolsa escurrida, son para un amplio público: para los bolsillos capaces de abonar 20.000 euros por un óleo o para las economías dispuestas a no ir más allá de los 300, porque, en este caso, se trata de un apunte.

Su magisterio… Amplio y generoso. A veces: altisonante, pero amplio y generoso. «Pintaba lo que quería, aunque disfrutaba con el paisaje. Dominaba todas las técnicas». La modernidad le resultaba, estética y conceptualmente, lejana. No le daba ni frío ni calor.

La muestra acoge óleos, acuarelas y dibujos, con los asuntos propios de su mirada y de su paleta. Los suyos. Véanse: los pueblos castellanos aplastados a la tierra reseca y recluidos en la soledad de la decadencia, las escenas de vida amortizada, los palomares de adobe y las aves que zurean al vuelo, los desnudos de mujeres vigorosas y de carnes soleadas, las maternidades alimentadoras de la tradición, las estampas de rostros curtidos por los vientos y las lluvias, las procesiones de fe atávica, los aquelarres que no acababan en orgía sino en juerga, las piezas a las que deseaban dar caza, los apuntes taurinos que echan un capotazo al recuerdo. ¿Una antigua épica? La formación y la concepción clasicista están ahí. Como pegadas a la piel.

Castilviejo, Premio Castilla y León de las Artes 2002, «era una gran persona. No valoraba suficientemente su obra», explica Pérez. Y campechano. «Vendía mucho en Valladolid, sobre todo, y en Zamora. Sin embargo, no hacía nada para ganar». Su pintura, añade, «puede verse de cerca y de lejos», algo que no soportan todas las obras de algunos encumbrados por la crítica o el mercado. Y eso, su escaso afán mercantilista, «marcaba su carácter». En aquellos días, ningún cuadro quedaba por adquirir. Lo de ahora es otra cosa. «Se nota la crisis». El arte, al fin y al cabo, «no es un bien necesario».

Al fondo, Zamora, de la que era “Hijo Predilecto”. Castilviejo relataba anécdotas de su vida en la Cercada y Levítica. «Mostraba mucho afecto por su tierra». Sus cenizas “verdecen” cada primavera en Valorio, espacio de su infancia y juventud, desde aquel 25 de abril de 2004... Otra alegoría. Quizá.