La serenidad de los años, donde el apasionamiento se transmuta en escepticismo -las cosas se ven como son o, al menos, como parece que son: Desnudas, sin idealismos, aunque no se renuncie al ideal-, le lleva a decir que destruiría la mayor parte de su poesía. Lo confiesa León Felipe, el poeta nacido tabarés, en una epístola que se recoge en el libro "Cela. Correspondencia con el exilio" (editorial Destino), de reciente aparición.

El novelista y Premio Nobel guardó las misivas de 13 intelectuales de la diáspora forzosa, de la España "del éxodo y del llanto", como había escrito el autor de "Versos y oraciones de caminante". El volumen -con prólogo de Eduardo Chamorro- recoge 839 cartas. Algunos escritores están muy representados. Es el caso de Américo Castro y Jorge Guillén, quienes suman el cincuenta por ciento de la correspondencia. También aparecen Zambrano, Cernuda, Aub, Altolaguirre, Ayala, Sénder, Prados, Alberti, Arrabal? Las epístolas se datan entre 1935 y 1988. No obstante, la mayor parte pertenece a los años 50 (finales) y 60. Cela ofrece las páginas de su revista, "Papeles de Son Armadans", a los escritores que abandonaron España a consecuencia de la Guerra Civil. Y todos, más pronto o más tarde, aceptan.

Las palabras leonfelipianas suenan, aún hoy, dramáticas. «Me gustaría decirle a alguien en la solemne sinceridad de un moribundo que mi poesía, salvo los momentos religiosos que tienen un aliento de plegaria, la rompería toda». Son los últimos años de su vida (murió en 1968), cuando se vuelve la vista atrás, y percibe que su mejor obra está en la escrita en los inicios y en la andadura final, despojada de la pasión o de la ira de los días posteriores a la contienda fratricida. «Momentos religiosos», «aliento de plegaría», revela. Siempre fue un gran lector de la Biblia (solía predominar lo jeremiaco). Al final, el escritor combatiente observa que el tono (verdaderamente sincero) de proclama de algunos de sus versos constituía lo más endeble de su lírica. El poeta más interesante está en los versos sencillos, despojados de vehemencia, que canta -juglarón desheredado- con ilusión o con tierno desengaño.