Estanislao de Cuadra, deán del primer templo diocesano, indica -desde la sobriedad, y pasado el susto- en el Libro de Actas que, reunido el Cabildo, «se da cuenta de un hecho lamentable ocurrido la noche anterior». Y así se describe la acción: «Una cuadrilla de criminales intentó robar la Contaduría, donde se guardan los fondos» de la Seo, «asaltando al efecto los tejados de dicha Contaduría y Secretaría (accidental)». Para eso, los ladrones bajaron «al huertecillo que pone en comunicación ambas dependencias». Y se prosigue el relato: «sorprendidos, in fraganti, por la benemérita Guardia Civil, que tenía conocimiento previo de lo que se intentaba, pudo capturar a seis ladrones, hiriendo a dos de ellos, con lo cual pudo evitarse el robo que traían fraguando». Y los capitulares autorizaron al Fabriquero «para que arregle con la mayor seguridad posible los desperfectos ocasionados en los tejados y reja de Contaduría, a fin de evitar en lo sucesivo que puedan ocurrir cosas análogas». Por si acaso, más valía prevenir. Ya sólo le quedaba «dar un voto de gracias», por «los servicios prestados» a la Catedral, al Comandante Primer Jefe de la Guardia Civil y al Inspector Primero de Orden Público de la ciudad. Para posibles recompensas o ascensos.

"El drama de anoche", sí. La crónica resalta, de entrada, que «una confidencia tenía en antecedentes de lo que se tramaba tanto a la Guardia Civil y la Policía como a nuestro Excelentísimo Prelado», Luis Felipe Ortíz y Gutiérrez, además del deán y del maestrescuela. Y es una auténtica crónica de sucesos, según el canon de aquellos días. «Sería la una y media de la madrugada cuando verdaderas descargas de fusilería despertaron, en medio del sobresalto consiguiente, a los pacíficos vecinos de las inmediaciones de la Catedral». Estaban en el primer sueño. Con el silencio roto, «los balcones de las casas se abrieron cautelosamente». Y fueron apareciendo «algunos» paisanos, que se envolvían «en mantas y capas», ante el frío helador. El tiroteo, «grandísimo», prosiguió «con más o menos prolongadas intermitencias». El cronista apunta que «el silencio de la noche sólo se interrumpía, después, por las voces de: "¡Alto a la Guardia Civil!, "¡Ríndete o hago fuego!" ¡Este está herido!"» y expresiones de ese estilo: imperativas o confirmadoras.

El "Servicio de Información", aunque modesto, funcionaba bien en aquellos días. Había avisado. O los interesados "chivatazos". Y, así, «las autoridades civiles y eclesiásticas tenían noticias del golpe que se intentaba», que buscaba «robar la Caja de Caudales y cuanto hallaren a mano» en la Catedral. Por eso se adoptaron «muchas precauciones». En la casa del beneficiado Mateo Jáñez, en la Rúa de los Notarios, «una de cuyas ventanas da a la explanada» de la Seo, se apostaban «seis números», llenos de valor, y un Teniente de la Guardia Civil, con un inspector de Policía. En la Depositaría de la Catedral, «ocultos» en distintos «sitios del local», el Teniente Jefe de la Línea «con 5 ó 6 guardias», con sus mosquetones. El Jefe de la Comandancia, acompañado de 5 subordinados, se apostaba en «una habitación accesoria», próxima a «la verja de salida». El Palacio Episcopal era otro punto de vigilancia: en el patio, un capitán y dos guardias, un inspector de vigilancia y «varios agentes a sus órdenes».

Los asaltantes, con experiencia carcelaria, aparecieron «poco después» de la una de la madrugada en la explanada catedralicia en dos grupos, para despistar: de cuatro y de dos hombres. Los primeros, transcurridos unos momentos, se encaminaron hacia la Rúa. ¿Desistían?... Sin embargo, pronto «volvieron a aparecer en la plaza los cuatro sujetos», quienes «dieron una vuelta de exploración a toda ella». Y, según la descripción, los ladrones se aproximaron «a la puerta derecha del pórtico». Toda cautela era poca. «Volvieron recelosos la cabeza y entraron corriendo» por la cancela «que separa el almacén del resto» de la Seo. Los otros dos efectuaron la misma operación. Treparon un muro con una escalera de mano. Desde allí, y con la ayuda de «una gruesa cuerda de cáñamo atada al marco de una buhardilla, descendieron al patio inmediato a la Depositaría». El siguiente paso: forzar una verja y... Los delincuentes ya estaban «en la habitación contigua». Los comentarios, los ruidos «de los pasos», la oscuridad como boca de lobo..., ¿cómo orientarse?, «hicieron creer a un cabo que los bandidos arrancaban la caja de su sitio para llevársela», se relata.

Perder la cabeza por el gusto a lo ajeno

El «robo frustrado en la Catedral» de Zamora de finales de 1905 evoca la leyenda de la cabeza de piedra de la puerta del Obispo de la Seo y aquel codicioso don Diego de Alvarado, que intentó robar el tesoro catedralicio, donación del rey Alfonso VII, en el siglo XII. Arrojó monedas y joyas por un vano del templo, y cuando intentó salir por ese espacio, obtenido el botín, cosa prodigiosa, las piedras iniciaron un desplazamiento y ahogaron al ladrón. Su cabeza resultó espantosamente aprisionada. La mueca asustaba, antaño, a los espectadores. Claudio Rodríguez, el poeta que deslumbró con "Don de la ebriedad", trascendió esa leyenda-anécdota en el poema "El robo", de "Casi una leyenda". Escribió: «no has podido salir de la marca/ de esta ventana milagrosa y cierta / que te ahoga y te ahorca». Le hablaba al «viejo ladrón sin fuga».

Muchos turistas se acercan a contemplar la portada meridional, única que pervive de la fábrica antigua. José Angel Rivera afirma que se caracteriza «por su equilibrio y su sobriedad. En ella confluyen y se integran armónicamente diversos elementos de procedencia clásica, francesa, oriental e hispano-musulmana». En una de las calles laterales, esa cabeza masculina, «ya muy erosionada, asomada a través de un arco». El delegado diocesano de Patrimonio Cultural cree que ese «enigmático busto» puede ser que «evoque al príncipe omeya Ibn Al-Qitt, cuya cabeza estuvo colocada por orden del rey Alfonso III a las puertas de la ciudad tras su derrota en la batalla conocida como "Día de Zamora"», que se produjo en julio de 901... Es lo que tiene la historia: que despoja de belleza al pasado. Y que algunos pierden la cabeza por lo ajeno.