Francisco López Núñez vivió y murió de pie. La poliomielitis le dejó sin movilidad en las piernas cuando era apenas un bebé, pero nunca dobló las rodillas ante la adversidad. Muchos zamoranos le recuerdan todavía, aunque no por sus gestas ni por su nombre, sino por aquella estampa que llegó a convertirse en parte del paisaje de la calle San Torcuato: el mendigo aupado en un cochecito tirado por un perro fue retratado por los principales fotógrafos de la época, algunos de tanto renombre como la austriaca Inge Morath durante su viaje por España en compañía de su marido, Arthur Miller. Aquella imagen que simbolizaba la España profunda, la del subdesarrollo, esconde tras de sí una historia de superación personal jamás ensombrecida por la amargura. A pesar de todo.

Francisco López vino al mundo aproximadamente en 1898 en la aldea orensana de Alixo, cerca de O Barco de Valdeorras. Era el tercero de cinco hermanos. Su madre, Clementina Núñez, empezó a sospechar que algo le pasaba a su hijo cuando todavía tenía unos meses y las piernecitas se negaban a sostener el cuerpo del bebé. Francisco López aprendió a caminar impulsándose con las manos, arrastrando las piernas inertes para incorporarse a los juegos de sus hermanos. «Todo el mundo le llamaba "el cojo". Pero a él no parecía afectarle, jugaba y acompañaba a los demás en sus travesuras. Cuando iban a robar manzanas o peras le subían a hombros. Pero si tocaba correr, le dejaban, sabiendo que a él nunca le iban a hacer nada», relata Juan López, uno de sus hijos. A principios del siglo XX, para una familia numerosa humilde en una aldea misérrima, mantener a un niño minusválido equivalía a una desgracia irremediable: «las vecinas convencían a mi abuela de que lo llevara a las romerías para rogar por él. Pero no para su salud, sino para que se muriera». El padre, Gabriel López, se ganaba la vida como podía. Las penurias le llevaron a aceptar, por dos veces, ir a la guerra en Cuba y Filipinas en lugar de otro soldado, a cambio de un poco de dinero. A la vuelta de la guerra, terminaría sus días como guardia forestal.

Los hermanos mayores buscaron pronto horizontes más prósperos emigrando a Argentina. Pero al pequeño Francisco, confinado en su pequeña aldea, la vida todavía se le torció más con la muerte de su madre, cuando sólo contaba con doce años. Poco después, por el pueblo acertó a pasar un francés que compró, literalmente, al muchacho para integrarlo en una red de niños mendigos. Pocos negarían una limosna al pequeño inválido.

De aquella etapa, sin embargo, jamás se le escuchó lamento alguno. Incluso mantuvo la relación con su padre mientras recorría media Francia mendigando a cambio de comida y techo, lo último cuando había suerte. «El hablaba de aquella época como cuando escuchas hablar a un emigrante que ha estado trabajando en Alemania. No había nada traumático, ni se quejaba de que hubiera recibido malos tratos. Fue este señor el que le regaló el primer carrito tirado por un perro. Y aprendió francés a la perfección», apunta Rosa María Ferrero, la esposa de Juan López. Su estancia en el país vecino coincide con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Al terminar el conflicto, Francisco López decide regresar a España. A rastras. «Se ayudaba con unos tacos de madera en las manos, en las que llevaba unas manoplas, y en las rodillas llevaba atada una goma con una correa, para deslizarse». No se sabe cuánto tiempo empleó en volver a su destino con semejante método. Lo seguro es que llegó a su localidad natal y, junto a su hermano Juan se dedicó a viajar de pueblo en pueblo viviendo de la mendicidad. Acabaron por asentarse en Zamora, en el barrio de Pinilla. Con las limosnas sufragó los estudios de contabilidad de su hermano, que también acabaría por embarcar rumbo a Buenos Aires.

Francisco continuó entonces con su vida de nómada. Era un crudo invierno al principio de la década de los 30. En una calleja de León, bajo una intensa nevada, una mujer pide limosna con un bebé de unos pocos meses en los brazos. Francisco López se apiada al verla y se le acerca ofreciéndole, para esa noche, posada y comida. De Julia Arias Fuentes ya no se separaría hasta morirse, más de cuarenta años después. De aquella intensa y tierna historia de amor nacieron nueve hijos de los que sobrevivieron cinco, incluido el bebé con el que Julia mendigaba en León, Antonia: «que todavía vive, tiene 84 años. Para nosotros siempre fue una más, nada de media hermana ¿eh? Fue quien tiró de nosotros, la primera que enseñó a los perros a tirar del carrito».

Julia había huido de su marido con el que vivía en el pueblo de Corullón, en el corazón minero de El Bierzo leonés. Nunca aclaró del todo las razones que le impulsaron a una medida tan desesperada en pleno invierno, con una niña pequeña y a pesar de que «a ella no le gustaba mendigar. No se acostumbraba, vendía flores de papel. Le gustaba que fuéramos limpios, aseados, honrados», afirma Juan. Su mujer remarca el carácter decidido y hacendoso de la que fuera su suegra: «De cualquier trapo te hacía un vestido. Llegó a sacar la lana de los colchones para tejer toquillas para sus hijas. Le quedaron tan bien que cuando llegaron al comedor social les dijeron que qué hacían allí, vistiendo como vestían».

La familia viajaba por todo el Norte hasta Santander, donde les sorprende la Guerra Civil. Allí le dan a Francisco su primer perro con el que podrá viajar en carrito: "El Chato" tuvo que vérselas con las bombas de ambos bandos en primera línea de fuego: «Mi padre decía, "Chato, que bombardean" y el perro buscaba refugio para los dos en los portales». La posguerra acentuó la penuria: «Mi hermano Perfecto se mareaba por la calle del hambre. Lo llevaban a casa, pero el mareo no se le pasaba, porque en los dos sitios encontraba lo mismo: nada para comer».

"El Chato" murió de un colapso tras hacer una dura ruta hasta Valladolid por Medina de Rioseco y Zaratán en un caluroso verano de los años cuarenta: «En Zaratán, por donde cruza el canal, le dieron de beber agua y se murió al poco».

Tuvieron que llevar el perro en brazos y el carro a mano hasta las cuevas donde vivían, en la carretera de Soria. De la perrera sacaron a "Tarzán", un can enfermo que acabaría por morir en otra etapa viajera en la que la familia llegó a Cáceres. En Crismundo (Toledo) llegó "El Barbas", un cruce de Husky siberiano y San Bernardo. El mismo con el que Francisco López aparcaba a diario, de 9 a 3, en San Torcuato, el que dio la vuelta al mundo en la fotografía de Morath. «Era un fuera de serie. Uno más de la familia. Al principio fue difícil que se acostumbrara a los arneses. Había que curarle las heridas con zotal. Mi hermano Perfecto era el domador. Podría haber puesto una escuela de doma de perros. Tenía madera para ello».

"El Barbas" era un gran ejemplar, dócil con sus amos pero con un punto fiero, al que no le gustaban las lisonjas de las niñas de La Milagrosa. Defendía a muerte a la familia: «una vez veníamos por la carretera de Monforra y pasó un ciclista. El señor, al verme, me dijo "¿niño, quieres subir en el transportín?". Y en aquella época subir a una bicicleta era como hoy ir en el AVE». Para "desafiar" al ciclista, el padre sólo tuvo que decir «"Barbas, que nos llevan al niño". Y el perro salió zumbando y acabó por tirar al ciclista». "El Barbas" murió de viejo y fue enterrado junto a la vía del tren, en Villagodio. Fue Zamora la ciudad elegida para instalarse. Tanto Juan como la hija pequeña, Clementina, tenían edad para ir a la escuela. Su madre quería, a toda costa, que aprendieran a leer y a escribir. Apostado en San Torcuato, Francisco López, sin llegar a pedir, reunía a diario un pequeño salario con el que sacar adelante a su familia. Tenía clientes "fijos" como Jesús González, el dueño de "Bazar J", o la hija del teniente coronel de la Guardia Civil que le daba todos los días un duro. En su casa, primero ubicada en Pinilla y, después, en Villagodio, nada sobraba, excepto la alegría: «El nos enseñó que debíamos llevarnos bien con todo el mundo. Que nunca se nos ocurriera robar. Era afable, cariñoso, y no quería que trabajáramos cuando éramos todavía unos niños. Quería a sus hijos con locura. Por nosotros era capaz de ir al fin del mundo. Cuando vivíamos en Valladolid me dio un cólico por comer demasiadas lentejas. Le habían regalado, de Cuba, un reloj de oro que dio al farmacéutico a cambio de unos polvos que me curaran el empacho».

En Zamora, el médico "de cabecera" era «don Rainiero Luis González, el padre de González Vallvé, que nos recetaba según pasaba por la calle, sin cobrar». A Francisco López se le consideraba uno más en San Torcuato, tanto que «cuando los comerciantes tuvieron que escotar para pagar el arreglo de la calle, Josefina "la Maragata", la de la droguería, pagó su parte». Y el sacerdote Benjamín Martín organizó una colecta para que en "Cochecitos Iris", de la Puerta de la Feria, le hicieran un carrito con ruedas de goma cuando prohibieron las de hierro porque estropeaban el pavimento.

"Tigre" fue su último perro antes de que le obligaran a retirarse a casa. Cumplió su misión durante diez años, hasta acabar bajo las ruedas de un coche. En los 60, la Ley de Vagos y Maleantes dictada por Franco ponía cerco a actividades como la mendicidad. El, franquista convencido cuyas únicas disputas con su pareja se producían por defender al Gobierno: «Mi madre era republicana, de la zona minera de León».

Los hijos nunca llegaron a saber que sus padres no estaban legalmente casados debido al anterior matrimonio de Julia Arias. Se enteraron porque la riada se les llevó la casa de Villagodio y hubo que arreglar papeles para el piso nuevo de protección. Oficialmente viuda de aquel primer matrimonio de infausto recuerdo, Julia pudo casarse con el que había sido el amor de su vida cuando Francisco estaba ya enfermo de muerte. A pesar de ser un hombre corpulento de cintura para arriba, la enfermedad adquirida en la infancia le iba minando poco a poco. «Se casaron "in articulo mortis". Les pedimos a los vecinos Angel Rojo, "Moreno", y su mujer, Rosalía, que fueran los padrinos y vino el cura Jesús Pérez a casarlos a casa». Se cumplía así también el mayor anhelo de Julia, que apenas sobrevivió siete meses a su marido. Ambos se fueron como habían vivido: con dignidad y sin hacer ruido. Hubo quien intentó promover una escultura que recordara al hombre del carrito, pero a los héroes domésticos sólo se les erige monumentos en el corazón y en la memoria de quienes les conocieron. Y resulta difícil fundirlos en bronce.