La Opinión de Zamora

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Concordia benedictina

La trasmutación del antiguo sriptorium en el moderno cenobio zamorano

Sor María Rosa Sillero junto a su sobrina, Rosa María León. J. J. L.

La primera vez que oí hablar de los ordenadores Macintosh y de sus virtudes para la composición y el diseño gráfico no fue a un ingeniero, ni a un informático, ni a un delineante, fue a una monja de clausura, a una profesa de la orden religiosa más antigua, la benedictina, en un monasterio moderno, el de la Ascensión de Zamora. Un lugar regido por la máxima que en el siglo VI estableció san Benito de Nursia: orar y trabajar. Allí, además de en las tareas cotidianas que exige cualquier casa, las hermanas se afanan en un quehacer admirable: sostener y perfeccionar una imprenta y una editorial, Ediciones Montecasino.

Entrada al monasterio. José Javier León

Si uno piensa en monjas contemplativas, de inmediato ocupará su mente una cadena de lugares comunes: trabajos eminentemente manuales, devenir monótono, la maestría en la elaboración de dulces, práctica invisibilidad y estimaciones de conservadurismo vital, ideológico y moral. Es decir, una especulación cerrada, injusta históricamente y de un machismo maquinal, que ignora que el monacato fue uno de los pocos espacios en el que mujeres solas pudieron, durante siglos, organizarse autónomamente y prosperar, o que el trabajo intelectual es piedra básica de las abadías. Monjas y frailes contribuyeron, además, desde sus celdas y huertas, a la construcción de Europa. Cuentan Peter Seewald y Regula Freuler en su libro Los jardines de los monjes que fueron los moradores de los viejos monasterios quienes idearon o introdujeron en Europa herramientas y aperos esenciales para la agricultura, como palas o azadas, los primeros en importar especias desde Egipto o, ya en el siglo XVI, cultivar patatas y judías, los que trajeron el pavo. Abrieron los primeros hospicios y dispensarios del mundo, fabricaban cerveza, whisky, el agua de colonia que habían inventado, cultivaban la vid y elaboraban magníficos licores aromatizados con hierbas que conocían como nadie: fueron también grandes botánicos y dominaban las propiedades medicinales de las plantas. Destacaban en el diseño y cultivo de pulcros jardines y sabían cómo domeñar de manera natural las plagas, hasta el punto de que podríamos considerarlos pioneros de la ecología. Mas no escondían su ciencia o sus avances, sino que los brindaban extramuros.

Sor María Rosa estuvo, además, regida por un espíritu inquebrantable de concordia: murió con la mano abierta. La misma que me enseñó a mí a atarme los cordones de los zapatos

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En la hospedería zamorana pasó largas temporadas escribiendo y corrigiendo sus libros un benedictino que vivía entre cistercienses, García Colombás i Llull, estudioso del monacato antiguo, erudito, paradójico, dueño de un impecable estilo literario y de un humor socarrón. Allí residió también Benito Martínez, monje pintor que en Zamora trabajaba en una Santa Cena de inspiración bizantina, para él la gran escuela sacra de representación. Sus brillantes homilías semejaban disertaciones de filosofía poética. Y por allí pululaba un adolescente curioso y conturbado que los escuchaba en las sobremesas. Aquella gente educada y tan original toleraba sus atrevimientos y desafíos, propios de una juventud en mudanza y en conflicto.

El adolescente visitaba cada año el monasterio de Zamora. Primero, niño, con toda su familia, luego a cargo de los desplazamientos anuales de su abuela, por último en solitario. Iba a ver, sobre todo, a su tía, sor María Rosa, la primera persona en hablarle de los Macintosh. No tardaría mucho en comprender que el scriptorium, la estancia de los monasterios medievales destinada a copiar manuscritos antiguos, el reservorio de un saber que hubiéramos perdido sin el tesón de los amanuenses, se había transmutado para el cenobio moderno en sala luminosa, con grandes máquinas, pilas de papel de diversas calidades, pantallas, cables y enchufes, un espacio fresco y moderno en el cual la antigua esencia subsistía. Merced a su trampolín zamorano, el joven amó tempranamente las tierras leonesas y castellanas: la piedra tallada, los condensados sabores, su soberbia imaginería, los fervientes paisajes enduendados. Conoció a todas las hermanas por su nombre; ellas lo observaban crecer y hacerse mayor; él iba viendo llegar a las nuevas y despidiéndose de las ancianas. La última en partir ha sido su propia tía.

Fue abadesa sor María Rosa Sillero Cobos, pero renunció en vida a la mitra y el báculo simbólicos de las preladas zamoranas, seguramente deseosa de recuperar un aliento más sencillo, una existencia discreta. Si el mensaje central de la Regla de san Benito está contenido en la idea de mesura, de mantenimiento de la medida de todo, ella lo encarnó. Estuvo, además, regida por un espíritu inquebrantable de concordia: murió con la mano abierta. La misma que me enseñó a mí a atarme los cordones de los zapatos el día lejano en el que nacieron mi deuda impagable y nuestra complicidad.

(*) Profesor del Centro de Lenguas Modernas de la Universidad de Granada y escritor, premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos.

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