La realidad zamorana estaba revestida de violencia desde años antes de que estallara el conflicto. Las elecciones de 1936 dieron el triunfo a la coalición de centro-derecha en la provincia, en medio de un ambiente ya plenamente radicalizado. Hacia la primavera el clima era irrespirable, con protestas y enfrentamientos entre los partidarios de las distintas ideologías. Tres asesinatos marcaron el mes de mayo de ese año: el del militante de Acción Católica Francisco Gutiérrez Rivero, que recibió un tiro por la espalda el día 21. Durante su entierro muchos comercios cerraron sus puertas y se organizó una manifestación que tuvo que ser disuelta por la fuerza pública.

Cuatro días más tarde, el 25 de mayo, llegaba la respuesta del otro bando con otra muerte a tiros, la del obrero del barrio de Olivares Rafael Ramos Barba, de tan solo 19 años e hijo de “El Pelao”, muy conocido en la capital. Al sepelio acudió gente llegada de otras partes de la provincia y, de nuevo, se produjo una gran manifestación que se encaminó hacia Santa Clara. Al final de la misma se repitió la tragedia con Martín Álvarez, de 32 años, militante de Acción Católica, como víctima mortal. Otras cinco personas resultaron heridas. Además de los tiroteos, a la altura de la antigua imprenta de Calamita, donde se editaba el liberal Heraldo de Zamora, se produjo la explosión de una botella con líquido inflamable. El caos se desató y, como consecuencia, el Gobierno Civil prohibió todas las manifestaciones y aumentó la presencia policial en las calles. Los sucesos violentos se repetían, igualmente en la provincia. En Aspariegos ese mismo mes de mayo hubo otra refriega con resultado de un muerto y varios heridos.

La ideología era la excusa, pero como ocurriría durante toda la contienda y la posguerra, en la sucesión de hechos violentos se soterraban antiguas rencillas, envidias y desavenencias vecinales.

El 17 de julio los rumores de sublevación de los militares eran la constante en la calle. Sin embargo, EL CORREO DE ZAMORA, en la edición dominical del 18 de julio hablaba de “normalidad reinante en la península”, al tiempo que desmentía haberse declarado el estado de guerra y daba por desarticulado el movimiento de agresión a la República.

La verdad quedaba patente en la edición del lunes. El diario informaba que el general Sanjurjo se había hecho cargo de todas las fuerzas militares que actuaban en la península. Se publicaban, además, los bandos de los gobernadores civil y militar declarando el estado de guerra, además de los relevos en el Ayuntamiento y el nuevo mando sobre orden público.

El bando declarando el estado de guerra había sido ya colgado en los soportales de la Plaza Mayor el día anterior, 19 de julio, que fue cuando Zamora vivió de forma oficial el golpe de Estado. Las tropas del Regimiento de Toledo tomaron el cuartel de carabineros y se produjeron salidas a las calles de quienes apoyaban la sublevación. No hubo oposición en las instituciones: el teniente coronel Hernández Comes asumió el Gobierno Civil, el capitán Agustín Rodríguez, la Diputación y el comandante Teodoro Arredondo fue nombrado alcalde de la ciudad.

El Ayuntamiento de la capital, cuyo alcalde elegido era Cruz López sería uno de los primeros en sufrir la represión sangrienta. De doce concejales, seis acabarían fusilados. La “depuración” se extendió a funcionarios y demás población civil, a instancias de Hernández Comes. El socialista Ángel Galarza, diputado nacional, trató de convencer a varios correligionarios, entre ellos López y el recordado Quirino Salvadores, de que salieran de España por la frontera portuguesa. Convencidos de que no había nada que temer, acabarían fusilados junto a Felipe Anciones, Higinio Merino o Saturnino Barayón, hermano de Amparo, la esposa de Ramón J. Sender, también muerta en la cárcel durante aquellos años malditos. En los seis meses siguientes, en aquella ciudad de 20.000 habitantes en la que “nunca pasaba nada”. Fueron asesinadas más de mil personas, la mayoría de ellos inocentes y sin juicio previo.

El único punto de resistencia se presentó en Requejo de Sanabria, donde los 2.000 obreros que trabajaban en las obras del ferrocarril constituían un foco sindical fuertemente ideologizado. Pero la superioridad de los sublevados puso rápidamente fin a su intento. Desde entonces, Zamora quedaría en la retaguardia como punto de avituallamiento para el ejército franquista.

La venganza, el hambre, la miseria, se convirtieron en elementos de la vida habitual para la mayoría de la población durante los años siguientes. Y tras la cruenta represión, unos se resignaron a vivir con miedo permanente mientras otros asumían con resignación aquella sociedad pacata y retrógrada impuesta por la fuerza. Hace 85 años de aquel funesto 18 de julio y el fantasma de la división sigue revelando su siniestra sombra en todo un país que parece haber aprendido muy poco de su pasado.