“Muy pocas veces uno está plenamente satisfecho de la obra acabada, que no está terminada nunca y por cuya causa sentimos a menudo la necesidad de volver a ella, concluirla, edificarla”. Son palabras de Jesús Hilario Tundidor escritas en la recopilación de sus poemarios en 2010, titulado “Un único día” y que abarca su producción literaria entre 1960 y 2008, con algunas excepciones. Y, aunque aseguraba también, entonces, que “redactándolos de nuevo (los poemas), he sentido las mismas implicaciones que en su tiempo me exigieron”, expresaba su deseo de que, en adelante, se siguieran a rajatabla sus órdenes en futuras alusiones a su obra. En esa antología ya hacía balance literario y renunciaba a que parte de su primer libro publicado, “Río Oscuro”, jamás volviese a ser ni siquiera citado en su bibliografía. Anulaba, además, todo lo publicado anteriormente a “Junto a mi silencio”, hasta el punto de prohibir no solo su publicación, sino su mera mención. Salvo el librito “Luz de Nostalgia”, el resto de aquellos años “no pertenecen a mi pensamiento ni a mi sensibilidad”.

Y es que Tundidor definía su obra literaria como “un período continuo de superación y trabajo”, fruto de una vocación literaria que se impondría a otros anhelos del poeta zamorano, que, cuando correteaba por la calle de las Damas en la Zamora que lo vio crecer, soñaba con ser portero de fútbol o torero, profesiones idealizadas del imaginario infantil en aquella España gris de la posguerra.

Los recuerdos de la niñez de Tundidor rondan la plazuela donde hoy está instalada una placa con su nombre, entre la calle de las Damas, donde estaba el domicilio paterno, y la del Hospital. Su afición futbolística le llevó más lejos que la afición taurina, que también mantuvo. Disputó algún partido en el Atlético de Zamora, hasta que la lesión en un dedo obligó a sus manos a buscar el tacto suave de la pluma al deslizarse sobre el papel. La plazuela fue, también, escenario recurrente en sus primeros escritos, superados los tiempos en que, con su pandilla, jubaga al “esconderite” o al “dólar”.

La figura de la madre de Tundidor, Consuelo

La plazuela era, para Tundidor, continente y contenido, la esencia de su Zamora. Desde allí, la imaginación fértil del creador le hacía confundir con palomas las sábanas y vendas del hospital de Sotelo puestas a blanquear por las monjas en las galerías del edificio. Travieso, incansable, enfermó y permaneció todo un año en la cama al cuidado de Consuelo, su madre, que moriría pronto, a los 48 años, dejando una pena infinita en el futuro premio Adonais. “Mi madre era una mujer prodigiosa, mi casa siempre estaba llena de gente, de niños cuyos padres estaban en la cárcel, de gente que lo estaba pasando mal porque eran años duros. Y mi madre siempre tenía un trozo de pan con chocolate para cada uno”, rememoraba con ocasión de la concesión del Premio Castilla y León de las Letras en 2014. Y a Consuelo, su madre, dedicó el galardón que recogería en una ceremonia hace siete años.

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Jesús Hilario Tundidor era un hombre afable, aunque no fácil, amable pero tímido y desconfiado: “Suena raro, pero admiro y respeto mucho a las personas, soy una extraña mezcla, cercano y alejado incluso de mí mismo”, se definía entonces. Tan desconfiado que no se creyó que era el ganador del Adonais en 1962 a pesar de que su amiga Marga Rodrigo se desplazó hasta Olmillos de Castro, donde estaba destinado por entonces junto a su esposa Chari, y le dio la noticia. “No me lo creí, hasta que volví a Zamora y recogí la carta del buzón, la abrí, y la leí, justamente cuando pasaba por aquella plazuela de mis primeros amores, de mis primeros versos”. La plazuela, siempre, en el corazón del poeta, cuyos restos reposan cerca de sus admirados Claudio Rodríguez y Agustín García Calvo, a quienes consideraba “los mayores poetas que ha dado Zamora”. Aprovechemos el silencio del maestro para añadirlo y formar el triunvirato literario que tanta gloria depara a la tierra que ahora los arropa en San Atilano.

Luto en la cultura zamorana por la muerte de Hilario Tundidor