Me cité una tarde en el madrileño Café Gijón con Jesús Hilario Tundidor, al que todavía no conocía personalmente, aunque sí había leído parte de su obra poética. Habíamos hablado por teléfono, después de enviarle mi libro de poemas Revelación del Sur, con el ruego de que lo presentara, si podía y lo creía oportuno. No lo dudó ni un solo segundo, lo que me emocionó.

Vi entrar a un señor alto, con los hombros cuadrados. Me dio el pálpito que era Tundidor. Y lo era. Llevaba una chaquetilla de cuero y una bufanda. Me presenté y nos sentamos. Al poco tiempo llegó mi amigo el poeta Basilio Rodríguez Cañada, subdirector del Colegio Mayor Nuestra Señora de África de Madrid, donde se iba a presentar mi libro. Tundidor me dijo que estaba molido, porque le habían operado hacía poco de las caderas. Tenía aspecto de gran señor.

Pocos días después subí a la casa madrileña de Tundidor, cerca del Puente de Segovia. Estaba atestada de libros y de cuadros. Le obsequié con una figura de piedra que compré en Tengenenge (Zimbabue). Lo agradeció cordialmente, pero subrayó que “no hacía falta”. Acababa él de llegar de Italia, donde había asistido a la presentación de un doctorado sobre su obra poética a cargo de una italiana que había estudiado filología hispánica.

Llegó el día de presentar mi libro Revelación del Sur en el Colegio Mayor Nuestra Señora de África. Con Tundidor estaban también el escritor y periodista ecuatoguineano Donato Ndongo-Bidyogo y el poeta José Ramón Trujillo. Tundidor subrayó la belleza plástica de los poemas africanos, “sentidos desde dentro”.

Volví a ver a Jesús Hilario el 11 de diciembre de 2001 en el mostrador del hotel Santa Catalina de Las Palmas, con su corpachón bien entonado y jugueteando con su sombrero de fieltro, mientras inscribían sus datos en el ordenador. Cuando pronuncié su nombre, se volvió, me miró y nos dimos un abrazo.

Dos zamoranos en Las Palmas y en el mismo hotel no es cosa que suceda todos los días. Sé muy bien que Jesús Hilario Tundidor era un andariego que andaba siempre metido en fregados de justas poéticas. Hacía poco en Italia, poco después en Argentina y entonces en Las Palmas para participar en el “Quinto Festival Internacional de Poesía”.

“Y tú, ¿qué haces aquí?”, me preguntó. Le expliqué que iba a participar en un curso sobre “África subsahariana en el umbral del siglo XXI”, que organizaba en Las Palmas la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.

Con ese tic de orgullo nativo que da la lejanía de la tierra, presenté a Jesús Hilario a mis amigos africanistas de España y de África: “Jesús Hilario Tundidor, el mejor poeta que tenemos hoy en Castilla”. Y el poeta zamorano se puso algo encarnado. Después cenamos juntos, flanqueados por el ministro senegalés de Asuntos Exteriores Cheikh Tidiane Gadio, el profesor congoleño Mbuyi Kabunda y el director general de relaciones con África del Gobierno de Canarias, Luis Padilla. Hablamos, naturalmente, de Zamora, de poesía y del continente africano. Saqué, adrede, el tema de su afición al fútbol y de sus cualidades como portero. Me enteré de este detalle cuando se hizo en 1998 un homenaje a Claudio Rodríguez en la Universidad Popular José Hierro de San Sebastián de los Reyes, en Madrid.

En la revista Poesía en la diana, que coordinaba ese inquieto bardo que es Manuel López Azorín, había una colaboración de Tundidor titulada “Pie para una fotografía”. Y aquí cuenta en un amplio comentario que él y Claudio jugaron juntos en el equipo de fútbol del Instituto Claudio Moyano de Zamora. Claudio –al que entonces sus compañeros llamaban Cayín– lo hacía de delantero y Tundidor de portero. Aunque no lo señala, la fotografía debe ser de 1950.

Un tercer encuentro tuvo lugar en el verano de 2003. Me acerqué a la barra del bar de la entrada del centro comercial madrileño Arturo Soria Plaza, que está muy cerca de mi casa, y vi la cabeza casi cuadrada de Hilario y sus anchas espaldas. Se le cayó una cucharilla y le dije, sin que me viera: “Siempre Jesús Hilario con sus despistes”. Se volvió y me dio un abrazo. Le acompañaba su mujer. Le pregunté qué hacía por allí y me dijo que le estaban poniendo quimio. Su mujer me dijo: “Los excesos se pagan”. Jesús Hilario, como un niño chico, bajó la cabeza, pero reaccionó y me dijo con su voz ronca y cascada, casi al oído: “Benditos excesos”.