Toda la poesía de Jesús Hilario Tundidor es una verdadera conmoción. La conmoción de aprender a saberse vivo. Le ocupó toda su existencia. La unió a la emoción desgarrada que le provocaba una tierra a la que amó apasionadamente y a la circunstancia histórica en la que le tocó vivir (“Vine a nacer con olas y tornado…”). Una vez, hace muchos años, cuando hacíamos juntos caminatas por el bosque de Valorio hasta que anochecía y regresábamos a tientas a casa, se paró a respirar en lo alto de una ladera. Había llovido y la tierra se presentaba así, arcillosa y rojiza, como un hematoma mantecoso que estuviese desvayéndose bajo nuestros pies. Se agachó, cogió un pegujón entre las manos y con aquella voz airada, la misma con que algunos héroes antiguos clamaban con bárbara insolencia contra el cielo, me dijo: “Mira de qué estamos hechos; ¿y entonces qué vamos a pretender? Somos solo esto: barro que parece mierda”. Y arrojó con desesperación el puñado que tenía en la mano. Cuando años después leí algunos de aquellos poemas suyos que parecían jirones ardiendo, hechos para cerciorarse de que el ser tenía alguna consistencia, yo me acordaba de aquella escena de mi primera juventud: él, con su enorme estatura -la física, la espiritual, la poética-, mirando al último cielo de la tarde zamorana y levantando un puñado de tierra arcillosa antes de dejarla caer hecha pasta inerte contra el suelo de nuevo. Toda la poesía de Tundidor, desde aquella inicial de Río Oscuro, está atravesada por esa intuición ontológica que él supo disimular a veces empañándola en el amor verdadero a su tierra, a Castilla, y en la querencia por permanecer junto a los seres indefensos para salvarse de la engañifa del mundo. El sesgo existencial de su poesía solo vibra cuando se deja envolver por la contemplación, por la misteriosa profundidad del conocimiento, por el ansia maravillosa e insensata de seguir existiendo en el amor a pesar de todo. Jamás olvidaré aquella lejana tarde. En aquella escena repentina ya estaba inscrita la médula oscura y fulminante, como un trallazo, de su poesía. Nos ha dejado en ella signos suficientes para amar la vida a pesar de sus itinerarios incomprensibles hablando de un amor cuyo sentido es difícil de comprender. Pero él ha insistido en ello libro tras libro hasta ese último, Fue, que presenta de manera descarnada y sin trampas retóricas el acontecimiento de vivir. Aunque estemos hecho de aquella materia blandengue y escurridiza que él dejaba caer ente sus dedos, su poesía es una sólida sinfonía que se agarra a la vida con versos de brillo obstinado. Como quien sabe que hay que seguir en pie en medio de una tempestad continua que nos arrasará. Que esa misma tierra que nos fundó a todos te sea ahora a ti así de leve como aquella otra, querido, admirado maestro.