Pedro Simón, un periodista y escritor nacido en Madrid en 1971, escribió en San Marcial, pueblo del que es oriundo, su novela “Los Ingratos” que se ha hecho con el Premio Primavera de Novela en su 25 edición, galardón que se une a otros muchos que jalonan su trayectoria, como el Ortega y Gasset o el de Mejor Periodista del Año de la Asociación de la Prensa de Madrid.

—¿Qué cuenta en “Los Ingratos”?

—La historia de un niño nacido en los años 70 en la España rural que está condenado a terminar haciendo con su familia el viaje que hizo mucha gente, de la España rural a la urbana. Habla de eso y del paso de la niñez a la edad adulta, del niño que va descubriendo el sexo, los límites y que sus padres no le cuentan muchas cosas para protegerlo, por miedo y porque hay cosas de mayores y hay cosas de niños. “Eramos niños pero no éramos gilipollas” dice el protagonista. Y sobre todo va de una extrañísima por grande, hiperbólica historia de amor entre un niño de una familia de clase medida española cuya madre es maestra rural con una cuidadora que tiene muchos estigmas en un pueblo de los 70: es una señora sorda, que vive sola, semianalfabeta y ha perdido un hijo. Es la historia de amor, de desamor e ingratitud del niño hacia la mujer.

—El niño es protagonista, pero también las mujeres.

—Yo quería hablar de la importancia de esas mujeres rurales que no han tenido tanto espacio como las mujeres urbanas. Las emprendedoras parece que eran las mujeres urbanas y yo quería hablar de estas otras, empoderarlas, decir que eran mujeres catapultadas, gracias a ellas se fueron otras a la ciudad. Al principio es el niño quien enseña a esta mujer semianalfabeta a escribir, da la sensación que el niño le está enseñando todo a esta mujer pero a medida que pasa el libro te das cuenta que a ese niño que tiene la casa llena de libros, que su madre es maestra, que recibe postales de su padre de sitios lejanos, la que le ha enseñando todo curiosamente es una mujer semianalfabeta de pueblo. Y eso se da cuenta cuando es mayor, cuanto ya no tiene tiempo de haberlo visto en el día a día. Es ese calambre, esa reflexión que hemos hecho muchos, unos con sus abuelos, otros con sus padres, otros con sus cuidadoras, otros con la vecina del pueblo que también ejercía como tal y estaba en casa como si fuera una tía.

—Se hacía más vida en comunidad.

—Antes te educaba la tribu, te educaba la calle, lo que te decía la señora María o el señor Antonio era tan importante como lo que te decía tu madre. Todo eso se ha desdibujado, ha cambiado y no sé si lo de ahora es necesariamente mejor. Tampoco soy de los que dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor. No, cualquier tiempo pasado fue peor, porque ya está muerto y no podemos volver a él. Pero no sé si estos tiempos en los que no te educa la tribu, sino la familia con una empalizada puesta, son mejores o peores que antes.

—¿Los nombres están inspirados en San Marcial?

—Los nombres no. Pero mi madre era maestra rural y los hijos íbamos con ella de pueblo en pueblo, y de ahí salen muchas cosas, de Castilla La Mancha, Castilla y León y San Marcial, de donde son mis padres y donde yo he pasado los mejores veranos y los mejores momentos de mi vida. Seguramente todo el mundo el mejor verano de su vida lo ha pasado en un pueblo. Solamente por eso los pueblos deberían estar declarados santuarios de felicidad. Son sitios a los que vuelves con alegría y una puñalada de nostalgia, porque ves que ahí estabas tú, por esas calles corrías, en esa esquina diste tu primer beso, tomaste tu primer vino, todo ese tipo de cosas que son las que hacen que seamos como somos. Tienen que ver con algo que se ha ido con los pueblos y lo que les está ocurriendo ahora.

—Refleja una vida rural cruda, pero con menos dobleces que la de la ciudad.

—A mí me parece más peligroso el mundo de hoy que el de antes. Porque antes los peligros eran más obvios y por tanto más evitables, un pozo sin brocal, una jeringuilla en el suelo en la periferia de Madrid, eso lo veías. Ahora las trampas no las tienes a la vista. En los pueblos la vida era mucho más cruda, se estampanaba a los gatos contra la tapia, porque no querían más gatos, o al perro se le pegaba un tiro cuando salían a cazar porque no querían más perros en casa, las personas con discapacidad antes era el subnormal, el tontito o el mongólico, pero detrás no había una carga moralizante, no había algo terrible, se veía con mayor naturalidad. Como era tan duro abrirse paso, la vida dejaba pocos espacios para repensar o para mirarnos al ombligo. Era menos duro pero menos cruel, ahora creo que es todo más cruel.

—¿Con el movimiento de la España Vaciada hemos vuelto la vista al mundo rural?

—Leía un informe que decía que todos los pueblos menores de mil habitantes estaban condenados a desaparecer. Esto es absolutamente dramático. Y en Alemania o Francia el peso del PIB del mundo agrícola y ganadero es mayor que en España. O sea que los entornos que tienen que ver con el medio rural están mucho más cuidados en países desarrollados que en el nuestro. Hemos abrazado una modernidad un poco ridícula, de caballo de Atila, de tirar hacia delante y no mirar hacia atrás pensando que la ciudad es el motor y que la carcasa que hay que tirar es el pueblo. Como no invirtamos la mirada, vamos de culo.

—¿De qué forma?

—Hay que repensar los pueblos, pero no pensando en el señorito que va el fin de semana, sino con la mirada de la gente del pueblo. A lo mejor es más importante tener un wifi maravilloso antes que unas fiestas patronales en agosto, que casi siempre están pensadas para la gente de fuera. Como no hagamos eso vamos a arrancar nuestras raíces. Y para poder tener alas, hay que tener raíces antes.

—¿Qué le lleva a escribir libros?

—Un periodista, un reportero es como un taxista, un tipo que te lleva de viaje y te cuenta una historia. Un escritor, un novelista, es una persona que te lleva de viaje en un autobús, donde cabe más gente de modo que tú vas pasando por el mismo sitio pero cada uno tiene su mirada distinta. Cuando escribo hay una pulsión estilística en los reportajes que me gusta, porque creo que el periodismo tiene que emocionar, tiene que joderle el desayuno a alguien muchas veces, un periodista tiene que hacer que la gente se pare a mirar. De algún modo la novela también tiene que ver con eso, fijas la mirada en algo. La diferencia es que en la narrativa, en la ficción te sientes un pequeño Dios y en el periodismo eres un esclavo. En el periodismo la historia de la madre que ha perdido al niño es la historia de la madre que ha perdido al niño, tú no puedes salvar a la criatura pero en la ficción sí, eres un pequeño dios porque puedes hacer que no se muera o resucite.

—¿Literatura y periodismo han salido bien parados de esta crisis?

—Creo que el periodismo ha salido dañado, sobre todo cierto tipo de periodismo, ese que ha estado diciéndonos que llueve cuando nos estaban meando encima, que ha decidido ser militante, hooligan. Sin embargo, abrir un libro es la mejor forma de viajar y durante el confinamiento nos hemos dado cuenta de eso. También es verdad que los días eran muy largos y que te daba tiempo a trabajar, ver una serie de Neftlix, hacer unas torrijas, hacer gimnasia en la habitación y te sobraba hora y media, para leer. Con los libros viajamos, saltamos el confinamiento y el cierre perimetral.

—¿Unai Simón le ha arrebatado el título de personaje más famoso de San Marcial?

—Es vasco, pero lleva muy a gala sus orígenes. Mi padre y su abuelo son hermanos. Tenemos una peña con su nombre en el bar de Javi, por si alguien quiere acercarse a San Marcial.