Ocurrió pasada la medianoche del 8 al 9 de enero de 1959. La presa de Vega de Tera reventó y arrasó el pueblo de Ribadelago. Murieron 144 personas, 52 de ellas niños, y ya nada volvió a ser como antes para los que sobrevivieron. María Jesús Otero Puente tenía 10 años cuando aquello ocurrió y tuvo la fortuna de vivir para contarlo, pero arrastró para siempre el trauma de un pasado sepultado por la desgracia. Hace unos años, esta mujer decidió contar su visión de la historia en el libro “Tráeme una estrella”; ahora, complementa aquel relato con “El bramido del Tera”, una obra que incluye los testimonios de los más de cien supervivientes que aún siguen aquí, sin olvidar nada de lo sucedido. Tampoco el abandono.

–Su nuevo libro no solo cuenta lo que ocurrió en Ribadelago, sino que lo hace con relatos en primera persona. ¿Sirve para comprender mejor lo que han padecido desde entonces?

–El meollo de esta obra son los testimonios vivos, que nos transmiten con mucho dolor y mucha generosidad algo de todo aquello. Es una pena que no estén también las voces de nuestros padres, de nuestros mayores, de los que ya no viven. Ahora los que quedan son las generaciones que entonces eran jóvenes y niños.

–Han pasado más de 60 años de aquello, pero los testimonios sí reflejan vivencias muy nítidas de las personas, de lo que sufrieron, del maltrato que sintieron. Da la sensación de que son cuestiones que guardaron mucho tiempo dentro sin querer o sin poder soltarlas.

–Creo que las dos cosas. Por supuesto, la herida no es que la recuerden, es que la tienen presente en su vida. Es el punto en torno al cual gira el resto de su existencia. En el libro, hay una persona mayor que nos dice que todas las noches recuerda a sus padres, llora un poco y reza, y añade: es como si la vida hubiera sido solo eso; todo lo demás quedó en un segundo plano. Esta historia, en los primeros años, se contaba muy atropelladamente o huíamos de contarlo. Manteníamos mucho silencio, pero hubo alguna cosa que contribuyó a que no se pudiese contar. Daba la impresión de que no interesaba que se explicara de verdad.

–¿Qué impedía que eso saliera a la luz?

–Bueno, durante los días y los años inmediatos, a los supervivientes se nos prohibió hablar del tema. Nuestros padres sufrieron especialmente la presión de quitarle culpa a la presa, de que no se divulgara que estaba mal hecha, sino que había sido un exceso de lluvias o incluso un terremoto que repercutió en la sierra. Cuando pidieron ayudas se les obligó, con chantajes a veces serios, a tomar lo que se les ofrecía. Hubo una cierta manipulación para lograrlo.

–Esto tiene que ser difícil de llevar para personas como una de las que usted cita en el libro, que trabajaba en la presa y, cuando regresó, se encontró con que había perdido a casi toda su familia, incluida su mujer con la que se había casado cuatro días antes. ¿Cómo se puede gestionar todo ese dolor y esa frustración?

–En el libro, las propias personas lo cuentan. No se puede explicar. Esta historia no es extrapolable. Se vive tan profundamente y es tan honda la propia tragedia que constituye en sí misma otro de los motivos por los que no se contaba. Para mí, la tragedia no tenía que ver con las preguntas lógicas de qué pasó allí, cuántos se murieron o cómo te salvaste, sino que era tanto más que eso, algo tan terrible, que no se podía contar, nadie te podía entender. Hay cosas que son para llevarlas uno solo, como decía Cela en algunas de sus novelas, y no se pueden compartir.

–¿No se puede empatizar con algo así?

–Hay algo que te hace permanecer en silencio. Yo, concretamente, no volví a decir que era de Ribadelago para evitar las preguntas, que por un lado dolían y por el otro reducían la tragedia a datos superficiales. Cualquier persona que haya vivido una tragedia semejante lo hace de una manera muy parecida. Primero, no puedes contarlo bien hasta que no pasa un tiempo, porque estás absolutamente dominada por el trauma, por el miedo, por el dolor. Pero además, cuando se puede manifestar, la gente se expresa igual. El dolor es universal y el trauma por una tragedia intensa permanece toda la vida y de una manera muy parecida entre unas personas y otras. A mí me sorprendió, porque yo no sabía si todo el mundo había pasado las mismas etapas que yo. Pero sí, la forma de sufrir es muy parecida y todos estamos atrapados en una realidad que no superaremos nunca. Yo lo he pasado mal sin que muriera ninguna persona de mi familia más estrecha; no te quiero contar los que sí han padecido eso.

–Más allá de la tragedia por las pérdidas, ¿mantienen la sensación de querer regresar a un lugar que ya no existe?

–Ahí está. La muerte de los seres queridos es el dolor más grande, y es incomparable con el resto de la tragedia, pero después el sentimiento de desarraigo solo lo he entendido con el tiempo. Mientras íbamos viviendo, lo único que podíamos hacer era escapar, no sabíamos hacia dónde, pero escapar. El desarraigo solamente lo puede entender quien lo vive. En nuestra mente, todo sigue estando ahí: los lugares, las vivencias, las fiestas, las personas... Todo se fue, todo. Los lugares que quedan no son los mismos y las personas tampoco. Vivimos ahora en un pueblo que está muy cerquita del otro, pero psicológicamente está lejísimos, a una distancia infinita. Hay muchas personas que todavía se resisten a cruzar por la calle principal. Pasamos de un pueblecito recogido, donde celebrábamos las bondades de los vecinos, a vivir en un sitio alineado en torno a una carretera, a la espalda del sol e inútil para las tareas. Aunque sí quiero hacer valer que es bonito y merecería ser más cuidado

–¿Cómo recuerda los años posteriores de la vuelta a la vida?

–Es muy largo de explicar. En primer lugar, yo al curso siguiente me fui a estudiar y solo volví al pueblo en vacaciones. En general, lo viví ausente, porque no quería acordarme, no quería que me preguntaran y estaba sumergida en los estudios. Para mí, el pueblo era un punto negro, oscuro, al que solo me unían mis padres y mi familia, pero al que era muy reacia a volver. Para mis padres y para el resto de las personas que se quedaron allí, aquello fue durísimo, y en la tercera parte del libro se analiza por qué. Hay una serie de acontecimientos y de hechos, aparte de la pérdida, las ausencias y el desarraigo, que lejos de haberles aportado paz y serenidad los hundieron. Nuestros padres se murieron sin alcanzar la paz, sin haber aliviado un ápice esa pena y sufrimiento.

–¿Hay una serie de generaciones de supervivientes, las de sus padres y quienes eran más mayores, que ya no fueron capaces de salir de ese agujero?

–No. Los que eran mayores, como mis abuelos, que tenían más de 60 años, lo que sufrieron fue el desplome total. La tragedia fue el desplome de una alucinación que comienza cuando la empresa llega y ofrece trabajo. Esos mayores tenían una pena añadida, porque ellos fueron el germen de que el pueblo llegara a estar como estaba cuando ocurrió la tragedia: organizado, preparado, aprovechado, con funcionalidad, solidaridad y vida intensa. Un pueblo que había superado el hambre y la guerra y cuyos habitantes, a base de un ahorro férreo, habían podido comprar alguna finca. Entonces, de repente, vieron que aquel sacrificio, aparte de todos los que ya habían realizado, se les fue al traste por completo. Una superviviente nos dice textualmente cómo su abuelo jamás volvió a sanar. Al año siguiente murió. Ella dice que no le cabe duda de que murió de pena. Se pasaba el día llorando por lo que costó tanto sacar y se había destruido de esa manera tan cruel.

–Debe ser desolador.

–Tuvieron que afrontar esto con auténtica resiliencia. Jamás lo superaron, vivieron con ello de por vida. Murieron sin paz, sin conseguir la ayuda necesaria en ningún sentido y con todo diezmado.

–¿En qué medida influyó la reacción negativa de las autoridades en ese desasosiego? ¿Los más jóvenes como usted han podido escapar de esto a pesar del escaso reconocimiento que han tenido las víctimas?

–No lo hemos superado y ha habido un reconocimiento nulo. Más bien, negativo. Ese es uno de los elementos que se analiza. Aquí, la empresa fue un elemento clave y se le puede achacar una cierta desidia o un desinterés en la construcción de la presa. Las relaciones con ellos no habían sido malas, pero una vez comprobaron que el pueblo sí les echaba la culpa por la construcción, reaccionaron en contra de nosotros: nos silenciaron para librarse de la culpabilidad y para proteger su reputación. Con respecto a las autoridades, yo me resisto a criticar porque no se sabe todo, corrieron muchos bulos y se conocen las cosas a medias, pero nos fallaron. Todas las instituciones estaban muy cerca del Régimen y la tónica general es que hubo más apariencia que ayuda real.

–¿Cuándo empiezan a querer hablar en público de todo esto?

–En el pueblo se quería hablar poco en general, y pocas veces se hacía con tranquilidad. El 50 aniversario, y vaya por delante mi agradecimiento a quienes lo organizaron, sirvió para que nos dieran calor. Fue la primera vez que me di cuenta de que alguien nos escuchaba y también que la gente oía hablar de la tragedia desde el punto de vista de un superviviente. Yo siempre había sentido una cierta necesidad de escribir eso, porque como no lo podía verbalizar creía que era necesario contarlo de alguna manera. Muchas veces, en el aniversario, me sentaba a escribir y no pasaba de seis o siete líneas. Se me llenaban los ojos de lágrimas y cortaba. Después Antonio García escribió el primer libro, pero seguía sin hablarse de la parte humana en profundidad. La tragedia no es una noche en la que, por casualidad, se reventó una presa. La tragedia comenzó mucho antes y continuará hasta que viva el último superviviente. Pero en el 50 aniversario sí que se afrontó. Pudimos ver algún vídeo, hablamos juntos, rezamos juntos y hablamos de la tragedia. Ahí vi que, a pesar de todo, había curiosidad e interés por este tema y que era cierto que no podía quedar en la oscuridad y en el olvido. Para mí esta tarea es sagrada, y sirve para alumbrar la realidad.

–En los testimonios, aparecen los supervivientes que estaban en Ribadelago aquella noche, y también los habitantes del pueblo que se encontraban fuera y hallaron la desgracia de frente a las pocas horas. ¿Sus palabras completan la historia?

–Este libro es un complemento del anterior, de Tráeme una estrella, donde se da una visión más completa de cómo pasó la tragedia y de qué ocurrió después. Aquí me centro más en la supervivencia de las personas con sus testimonios.

–Han pasado más de 60 años de la tragedia y los supervivientes se hacen mayores. ¿Qué cree que se debe hacer para conservar la memoria de Ribadelago?

–A las víctimas no las rescata la Historia. Lo hacen sobre todo la fotografía y la literatura, y afortunadamente tenemos buenos archivos. ¿Qué creemos que deben hacer los demás? Lo más importante es la transmisión a los hijos y a los nietos. Personas de las terceras generaciones cuentan ya la historia que les narró su abuela con ese poso de dolor. Si se sigue contando, esto ya no se muere. Esto es lo principal. Si lo dejamos en las autoridades, siempre hay otros intereses de por medio.

–¿Qué ocurrirá con el proyecto del Museo de la Memoria?

–El museo, a quien les hubiese sido muy útil es a nuestros padres, a nuestros mayores. Hay varias personas que confiesan que llorando a la orilla del lago pudieron afrontar el dolor desde otra perspectiva, porque es ahí donde están los cuerpos de las personas. No tuvieron otro lugar. Con el museo nos han hecho esperar demasiado, y las cosas que se afrontan tarde, y después de tanto desearlas, nacen ya con una cierta perversión. Es mi opinión personal. Yo estoy deseando que se haga, porque tiene que haber un lugar donde ciertas fotografías y documentos deberían estar. Pero tengo mucho miedo por saber qué se va a hacer y cómo se va a gestionar. Queremos el museo, pero es tarde. Lo van a disfrutar nuestros nietos. ¿Pero las personas que lo merecieron tanto?

–¿Qué le viene a la mente cuando piensa en aquello?

–Siempre me ha parecido que, en Ribadelago, hay semejanzas con los dos pueblos más importantes del realismo mágico: Macondo y Comala. Quiero terminar con una reflexión sobre el segundo. La madre de Juan Preciado, Dolores, cuando se siente próxima a la muerte le dice a su hijo que vaya a buscar sus raíces, que vaya a buscar a su padre, que haga justicia. Y añade: allá me oirás mejor, estaré más cerca de ti, encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos y la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz. Allí hallarás mi querencia, el lugar que yo quise, donde los sueños me enflaquecieron, levantada como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Juan se ve sometido a esa atmósfera agobiante que terminará por llevarle a la muerte producida por el terror que lo domina. Juan es la víctima inocente que representa un mundo que pudo ser feliz, pero en el que la maldad, encarnada en parte por Pedro Páramo en aquel caso, y por la presa en el nuestro, lo ha convertido en un infierno.