Están entre ese 25% de la población que la crisis de 2008 dejó a la cola, con recursos tan escasos que sitúan al colectivo en riesgo de exclusión social. Y, ahora, frente al vértigo de otra recesión de mucho más calado económico y social: la del COVID que acorrala casi al 50% de los zamoranos. Estos niños, cuyas familias ya estaban al límite de sus posibilidades en 2019, vivieron los primeros estragos de la pandemia durante el confinamiento de 2020, recluidos en sus casas, sin Internet, sin teléfono móvil que les permitiera seguir el curso escolar, “ni recibir llamadas de profesores, ni las tareas”. La recta final del curso fue dura, la vivieron “con cierta intranquilidad”, explica este adolescente de 16 años que acude con su hermano y su madre a la entrevista, siempre bajo el anonimato. “Al principio, decías “¡qué bien, no tengo que hacer deberes!”, pero después ves que se te puede fastidiar el curso”. Un miedo que permanece ahí, dada la evolución de la pandemia, cada vez más recrudecida.

Las familias “siempre estamos haciendo cuentas para llegar a fin de mes”

El Centro de Atención al Menor (CAM), dependiente de Cáritas, que acoge a más de un centenar de niños y adolescentes en riesgo de exclusión social, fue un agarre esencial en esos tres meses de aislamiento escolar y social. Al igual que desde hace cuatro añoa para los hermanos, donde han conseguido vencer la timidez y coger seguridad, cuenta su madre; les permite socializar con niños de su edad, tener ocio alternativo, actividades deportivas al aire libre...Y “nos dan de comer, la merienda está muy buena”, comenta otro niño de 7 años que se presta a dar su testimonio al lado de su madre y su hermano de 6. Llegaron hace poco más de hace un año desde Venezuela, donde dejaron la explotación de plátanos que les aseguraba un buen nivel de vida. Pero los ahorros de esta familia de exiliados políticos se terminaron y desde el CAM, “nos han ayudado mucho, nos tendieron la mano cuando más lo necesitábamos”, explica la mujer de 42 años, que agradece también inmensamente el respaldo de una amiga, que les acogió inicialmente. Y de Cáritas para pagar los gastos del piso, para obtener ropa y alimentos, “nos ha proporcionado mucho alivio, ha sido nuestra tabla de salvación”. Su experiencia ha sido “horrible, sin dinero, fue un cambio muy brusco”, al que se unió la pandemia que retrasó el permiso de trabajo para el matrimonio y dejó a los cuatro “encerrados en casa y sin conocidos”.

Una madre con sus dos hijos adolescentes, en el mirador de San Cipriano | Nico Rodríguez

Esta educadora social, cuyo título resulta muy difícil y caro homologar en España, hace un curso sociosanitario con la esperanza de hallar un empleo. El marido “está buscando un trabajo fijo”, pero la pandemia ha puesto el mundo al revés y casi arrasado con las oportunidades laborales, así que “encuentra trabajo un día sí y otro no”. La desesperanza no cabe en sus planes, “cuando uno quiere algo, lucha; y, cuando uno tiene niños pequeños, no hay más remedio”. Al deseo de recuperar una vida propia, sin dependencias, se une lo que sienten como una obligación, una cuestión de solidaridad con quienes pasan por las mismas dificultades: “tenemos que encontrar trabajo para que otros puedan beneficiarse de esta ayuda” que presta la ONG zamorana.

“Te sientes mala madre, a veces, y por verles bien compras algo a los niños”

La calculadora es una de las mejores aliadas de estas familias. Viven haciendo equilibrios para no decir siempre “no” a sus hijos. “Se hace difícil”, señala resignada la madre de los adolescentes de 15 y 16 años. “siempre estás mirando el dinero”, pendiente de que “si les doy esto, tengo que quitar de ahí”. Entonces llega ese sentimiento de culpa y, “a veces, te sientes mala madre porque no puedes”.

El diálogo, el concienciarles de las carencias económicas que se agudizaron al separarse de su marido y ahora con el COVID, sirve. “Ellos entienden que no se puede hacer más, aunque, según qué cosas les niegas, les cuesta más, pero comprenden” la situación familiar. Al final, son adolescentes, y “piden mucho, todo el día están pidiendo”, añade esta zamorana entre las protestas de sus hijos. “Somos conscientes de que no hay, por eso no pedimos tanto. Pero, a ver, si cuela...”, comenta el mayor entre risas. Este chaval de 16 años, muy cabal y con una madurez que sorprende, dice no sentirse mal por no tener tantas comodidades ni tantas cosas como la mayoría de sus compañeros de clase, ni observa que le discriminen, “eso marca en algunas cosas, pero, a la hora de socializar, a la mayoría no le importa”.

Niños de CAM durante una actividad de ocio. | Cedida

La otra madre comparte esa aflicción que provocan las penurias económicas, y se rebela, “uno no se puede acostumbrar a esto. Se siente mal por no poder dar a sus hijos, pero el anhelo es conseguir empleo para que cambien las cosas”. Los niños escuchan en silencio, pensativos. Vuelve a tomar la palabra la zamorana, “se pasa muy mal, a veces es tal la angustia que les doy lo que me piden solo porque tengan algo”. Después, vuelta a la calculadora, “a hacer cuentas y dices “este mes no llego", pero el niño disfrutará, le ves bien”.

Los caprichos están fuera del alcance de estos chavales, saben que en casa, en ocasiones, “el dinero no da ni para las necesidades básicas”. Por eso, aunque tampoco es agradable pedir ayuda, “se agradece que alguien lo haga”. Esta madre de 44 años tuvo el suficiente coraje para tirar para delante con dos hijos y decidir separarse hace diez años, sin importarle estar en plena crisis del 2008, “ese momento fue clave, pude hacer lo que quería y las cosas empezaron a salir como yo deseaba” para ella y sus dos hijos. Nunca la ha faltado el trabjo.

La depresión ronda a estas mujeres y a sus familias “por el cúmulo de situaciones que viven y que es complicado asimilar”, como el carecer de un empleo o el no poder atender a sus hijos como quisieran, explica la responsable del programa de Infancia de Cáritas, Tamara Casado. El Centro de Atención al Menor (CAM), cuyos usuarios son principalmente familias zamoranas, algunos inmigrantes y minorías étnicas, desarrolla “un trabajo en red con recursos de otras ONG’s, como Cruz Roja, Servicios Sociales o Salud Mental”, entre otros, para llegar a donde sus recursos no alcanzan. La ayuda psicológica para las personas a las que prestan asistencia se logra a través de la Administración autonómica, de Sanidad.

Una mujer junto a sus hijos, beneficiaria de Cáritas, contempla la ciudad. | Nico Rodríguez

Casado se detiene en los malabarismos que tuvieron que hacer durante el confinamiento para que los más de 130 niños de 6 a 18 años que se benefician de este programa no perdieran el hilo del curso escolar, “trabajamos telemáticamente, con ayuda presencial y domiciliaria; a través del correo electrónico recogimos las tareas de los colegios, las imprimíamos y se las hicíamos llegar a las familias, que nos las tenían que devolver hechas por los niños para escanearlas aquí y entregarlas nosotros al centro escolar por email”. La labor fue titánica e imprescindible para los padres de estos niños que carecen de medios, “muchas familias desconocían totalmente las nuevas tecnología, algunas no entendían el sistema”. Fue preciso comprar tarjetas para teléfonos móviles con acceso a Internet para que pudieran entrar en la plataforma de Educación de la Junta de Castilla y León e instruirles en el uso. Había familias que no tenían ni siquiera teléfonos móviles con acceso a Internet. Cuando llegó el nuevo curso escolar, “tuvimos que tramitar las matrículas directamente vía online con los tutores porque no se podía ir presencialmente al colegio”. El CAM montó su propia plataforma para mantener las actividades y a los niños ocupados, “nos tuvimos que reinventar”, concluye Casado. Los beneficiarios encuentran “un ocio alternativo a la calle”, un punto donde encauzar sus estudios y ayuda, además de almuerzo y merienda todos los días que muchos no tendrían de otro modo.

Los hijos “somos conscientes de la falta de dinero y no pedimos”

Pero el trabajo que se despliega desde Cáritas con estas familias va más allá de proporcionar alimentos y vestido, pagar la luz, el alquiler o el agua. Hay una labor de “acogida, escucha y acompañamiento, esencial para poder liberarles del peso y el malestar” que causa el vivir económicamente al límite, apunta la trabajadora social, Loli Oncalada, sin dejar de dar argumentos para “romper ese estereotipo” que corre como la pólvora: se acostumbran a la ayuda y viven sin dar palo al agua. Hay excepciones, como en todo, “pero la mayoría lucha por ser independiente y se va cuando ya no necesitan esa respaldo”. A eso aspiran estas dos madres.

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