Romel Montilla aparca su moto en la plaza de la Constitución y abre de manera inmediata esa mochila cuadrada que le identifica como “rider”. El oficio ha crecido sin parar en Zamora durante el último mes, coincidiendo con las restricciones más severas para la hostelería. Y el modus operandi de este trabajo es bien sencillo: la ley de la jungla. “Cuanto más rápido puedas entregar, antes te pones con el siguiente cliente. Nuestra velocidad es la que marca la competencia entre unos y otros”, explica con una bolsa de comida en la mano que quiere colocar lo más pronto posible. Es fin de semana y pasan quince minutos de las diez de la noche. En condiciones normales, a estas horas, se cruzarían en el entorno de Santa Clara los del turno de tapas para marcharse a casa con los del turno de copas en dirección Herreros. Pero Santa Clara está vacía. Solo el ruido de las motos de reparto hace latir el corazón de una ciudad que parece muerta. O que, al menos, permanecerá en coma hasta las seis de la madrugada.

Lo que ocurre en la noche más allá de las diez campanadas es una incógnita para los zamoranos que, desde hace semanas, deben cumplir con el toque de queda. Pero la cronología es muy simple. Hasta las doce, reparto. Después, calma. En ese primer turno se mueve Jesús Alonso. Sobre la barra de su bocatería en la plaza del Fresco organiza varios pedidos de manera simultánea. “Tenemos que dar las gracias a los fines de semana, porque a diario es demasiado flojo”, se resigna. Uno de sus repartidores entra en el local, coge dos bolsas, mira las direcciones y se vuelve a marchar. “Hemos reducido la plantilla a la mitad… Es lo que hay”, detalla antes de descolgar el teléfono para atender un nuevo pedido.

Romel Montilla recorre la ciudad para entregar los pedidos en tiempo récord. Emilio Fraile

A las puertas de este local, varios mozos cargan en un camión el atrezo de la obra que se ha representado por la tarde en el Teatro Principal. La moto de una hamburguesería situada en la calle de Viriato debe esperar a que crucen con un tablón de enormes dimensiones. “Si tuviera que decir una cifra, hablaría de un descenso de la facturación del 50%”, comenta Crispín Lorenzo, propietario del burguer. El toque de queda ha cogido a este empresario con el pie cambiado. Antes de las restricciones, el debate en la hostelería era sobre las terrazas y la conveniencia de poder instalarlas para salvar el invierno. Pero las trabas también llegan a este extremo. “Estamos en zona monumental y por eso nuestra opción era colocar una terraza cubierta por las mañanas y desmontarla todas las noches. ¿Alguien me explica cómo se puede hacer eso?”, se pregunta de manera evidentemente retórica.

La hostelería es la gran perjudicada de las medidas que aprobó la Junta de Castilla y León el pasado 24 de octubre. Un sector en el que también se incluyen los hoteles. En la recepción de uno de ellos situado en Cortinas de San Miguel pasa la noche Sheila Domínguez. “Antes, un fin de semana como este estaríamos completos; ahora, la ocupación puede situarse por debajo de un tercio”, señala. Las horas se hacen largas. Quienes se alojan en los hoteles de Zamora no tienen nada que hacer más allá de las diez, por lo que el parón es efectivo. Por la puerta entra el elenco de la obra representada en el Teatro Principal, cuyo atrezo recogían una hora antes en la plaza del Fresco. Trabajo puntual: ese es el perfil de los que ocupan plazas hoteleras en la capital en mitad de esta atípica situación.

Trabajos en la noche, en Zamora. Emilio Fraile

Al filo de la medianoche cuesta encontrar un taxi de servicio en Zamora. No los hay ni en La Marina, ni tampoco en la plaza de Alemania, punto neurálgico del transporte de pasajeros. Agustín Caballero mira el móvil dentro de su coche, aparcado en la parada de las Tres Cruces. “¿Qué puedo decir? Solo hay que mirar alrededor”, dice mientras señala hacia un lado y otro de su vehículo. En efecto, no hay nadie en la calle. Ni lo habrá, salvo crudas excepciones. “Por las noches podemos hacer cuatro servicios como máximo y son dos perfiles: o las urgencias o los de la droga”, desvela contundente. Caballero se acuerda de antes de la crisis. Porque hubo un antes. “Ahora estamos cinco coches y por hacer el servicio; un fin de semana de los de antes podíamos circular veinte o más. Madre mía, cómo acabaremos…”, reflexiona.

El taxi es un servicio esencial, como lo es la farmacia. Esta noche, la guardia le corresponde a Jorge Abad, en la avenida de Víctor Gallego. Nadie ha entrado en su botica desde que arrancó el turno. Tampoco espera que haya mucho movimiento, como así se desprende del cierre con llave de su puerta. “Los fines de semana solía dejar abierto hasta las doce, la una o las dos. Siempre entraba alguien a cualquier cosa por el simple hecho de que veían la farmacia abierta”, explica. Pero, desde que está vigente el toque de queda, todo ha cambiado. “Muy grave tiene que ser la situación para que vengan ahora a la farmacia por la noche. Tiene que ser una patología de urgencia y, claro, hay muy pocas”, añade el profesional.

El taxista, de noche. Emilio Fraile

El mismo movimiento que Abad es el que pronostica Rubén de Cáceres. Desde el otro lado del cristal de la gasolinera de Cardenal Cisneros vaticina llenarle el depósito “a un transportista y a algún coche de policía, como máximo”. Eso, y los que se saltan las normas. “Vienen a pie y te dicen que les des un paquete de tabaco rápido porque se tienen que ir corriendo; coño, no salgas de casa, que es lo que tienes que hacer”, se desespera. En contraposición, la actividad en los instantes previos al toque de queda se ha incrementado sobremanera. “Hielos, cervezas, cosas para tomar en casa… De eso se vende mucho más antes de las diez de la noche”, afirma.

Taxis, farmacias, hoteles y gasolineras mantienen sus puertas abiertas en la noche para “dos o tres personas”

El reloj consume las horas, pero no lo suficientemente deprisa para una estación de autobuses reconvertida en poco menos que un hangar nocturno. En la consigna se encuentra Miguel Ángel Vicente, el conserje cuyo turno de trabajo coincide plenamente con la restricción a la movilidad. Él recibe a los servicios y lleva la contabilidad de los viajeros. Sus cuentas, ahora, son desoladoras. “Hemos pasado de cinco o seis autobuses con quince pasajeros cada uno, a dos autobuses con quince pasajeros en total”, enumera tras tres semanas observando el mismo patrón. Por sacar un lado positivo de la situación, tras el toque de queda no ha tenido que lamentar “jaleos” en los baños, como suele ser habitual en el turno de noche.

La noche, en la estación de autobuses E. F.

La madrugada se abre paso en una Zamora en la que ya no suenan las motos. En realidad, ya no suena nada. Tan solo las luces de los coches patrulla rompen la monotonía de una ciudad que permanecerá en pausa hasta las seis de la mañana. A las puertas del servicio de urgencias del Hospital Virgen de la Concha, José prepara su ambulancia para el traslado de un paciente a su domicilio. Lo hace ataviado tan solo con la mascarilla, dado que no se trata de un caso de coronavirus y el protocolo no le obliga a colocarse todo el equipo de protección. Probablemente, este entorno sea el que más ajetreo registra en la capital durante las horas que dura el toque de queda. Pero no esta noche. Apenas dos personas aguardan en el exterior y por la ventana se atisban otras dos haciendo espera. “Viendo las horas que son y cómo va la cosa, creo que va a ser una noche tranquila”, sonríe el conductor del servicio de emergencias. Que así sea.

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Zamora, vidas al límite | El turno de noche sortea el vacío Emilio Fraile