Desde hace unos días Zamora cuenta con un monumento urbano más: el bronce de nuestro paisano Eduardo Barrón, titulado “Adán después del pecado”, que luce en la plaza de Sagasta. Creo que es una buena noticia, pues como ya he dicho en otras ocasiones –y lamento repetirme– no han sido nuestros munícipes muy amigos del ornato urbano, bien por tacañería institucional, bien por sensibilidad cazurra, o por ambas cosas. El monumento en este caso no ha sido un encargo ad hoc, sino algo cocinado con una antigua escultura, que se ha colocado sin más en un pedestal.

La historia de esta pieza se remonta a la segunda estancia de Barrón en Roma, como pensionado por la Academia de Bellas Artes, y fue modelada en 1885, para cumplir con los compromisos a los que obligaba la plaza ganada en disputada oposición. De ello da cuenta una fotografía de su estudio, en la que se aprecian, entre otros trabajos, una copia a menor tamaño. El yeso, de algo más de dos metros de altura, se expuso, con otros envíos de los pensionados, en la Real Academia de San Fernando, en 1887, y más tarde se cedió en depósito al Ateneo de Madrid, junto con “El guerrero vencido” de Agustín Querol; ambos, patinados en negro, pasaron a adornar su escalera principal. Allí los vio Antonio Redoli, entonces jefe de la Obra Cultural de Caja Zamora, que solicitó de su director una reproducción en bronce, poniéndole como condición fundir ambos, conocidos por muchos zamoranos por haber estado expuestos en la oficina de Unicaja Banco de la calle de Santa Clara.

No creo que su orientación a naciente -este- sea la mejor, pues no recibirá la luz del mediodía, y la que reciba de poniente le dará en el culo

El Adán de Barrón es una obra deudora de su tiempo y de las circunstancias de la estancia en Roma del artista de Moraleja del Vino, en donde tuvo tiempo de atiborrase de esculturas de la Antigüedad Clásica y Renacimiento. Este desnudo es una exquisita muestra de su genio: sensual, de equilibrada volumetría y depurado modelado. Es obra que forma parte de su iniciático despertar a la escultura, ávido de aprender, metódico, y por tanto alejada del “narrativismo” de su etapa de madurez. Sin embargo, es obvio que no se hizo para lucir a la intemperie -pese a su porte- sino para ser contemplada en un lugar cerrado que la arrope. Ya pasó con otra gran otra suya; Nerón y Séneca, que el Ayuntamiento de Córdoba, tras pasarla a bronce, cometió la torpeza de ubicarla en una glorieta de la ciudad. No obstante, estimo que la calidad de la pieza la hace acreedora de formar parte de nuestro exiguo y mezquino catálogo de monumentos urbanos, aunque podría haberse hecho mejor. Me explico. No creo que su orientación a naciente -este- sea la mejor, pues no recibirá la luz del mediodía, y la que reciba de poniente le dará en el culo. Es decir, debería haber mirado a la calle de la Renova. Su pedestal –imitación burda del de la copia del Ateneo de Madrid– en mármol rojo levantino, está más indicado para espacios cerrados –en este material están los bustos que decoran los pasillos del Congreso–, pero es demasiado solemne, casi sacro, para lucir en exteriores. Sigo opinando. Aunque la pieza original tuvo una base rectangular no le habría venido mal un pedestal circular, de granito pulido, con alguna moldura y cincho de hierro u otra decoración en forja, y un pelín más alto.

Pecado urbanístico

A estos peros míos, uno otros, que atañen al lugar: la céntrica y coqueta plaza de Sagasta. Este espacio nació cuando la ciudad superó la cerca vieja e inició la colonización del primer ensanche en los siglos XII y XIII, y la Renova – rúa nueva – se fragmentó formando dos de las que habrían de ser arterias principales de la ciudad: Santa Clara y San Torcuato. De ahí que sea más bien plazuela, pues su tamaño es reducido. La adornan algunas de las viviendas de rostro más amable del conjunto histórico, huellas del modernismo, eclecticismo e historicismo, proyectadas por los arquitectos Viloria Escarda, Ferriol y Carreras, García Sánchez-Blanco, Pérez Arribas y Crespo Álvarez. Sin embargo, nunca ha tenido una ordenación propia como plaza, hasta el punto que pavimento y alumbrado siguen hoy marcando las líneas de las calles que allí confluyen. La plaza, antes conocida como de la Hierba, se rebautizó en 1888 con el nombre del político riojano Práxedes Mateo Sagasta, que fue joven diputado por Zamora, en reconocimiento a haber conseguido la concesión del extinto ferrocarril Plasencia-Astorga. Hace unos años alguien tuvo la ocurrencia de ubicar en ella un arriate circular, con una rosa de los vientos, en el que, no sabemos bien con qué propósito, se plantaron unos cipreses, que unos cafres troncharon a poco de puestos, más tarde sustituidos por tres prunos –el número es un enigma–, en el que se colocan periódicamente macizos de flores. También se remozó su alumbrado con esas aparatosas y estereotipadas farolas isabelinas, de manera que en medio de este totum revolutum se ha ido a colocar nuestro Adán, que hoy podría simbolizar ese pecado de improvisación urbanística, al que estamos acostumbrados. Como ya dije en otra ocasión yo hubiera preferido poner aquí otro adán, el de Baltasar Lobo. Para finalizar, no tengo esperanza alguna de que alguien con humildad lo arregle, pero sí que se considere la ordenación de la plaza, a la que solo le falta añadir una marquesina en la parada del autobús. Paciencia.