“Esta es la gran ventaja de nuestro monasterio, a muchas millas de distancia de las grandes ciudades, con tres casuchas donde tan solo viven unos desdichados analfabetos”. Visiblemente molesto reaccionaba el falso hispanista americano Arthur Byne, cuando su jefe, William Randolph Hearst, acababa de encargarle la compra de una casa típica española para enviarla a Los Ángeles, donde sería levantada de nuevo como vivienda del magnate estadounidense. Desairado porque a Byne le había costado horrores encontrar el claustro que Hearst le había pedido y era consciente de las dificultades de “capturar” ahora un edificio histórico en el corazón de una gran ciudad, donde los escollos se multiplicaban.

La escena tenía lugar hace un siglo. El marchante disfrazado de arquitecto —que también lo era y dibujaba de maravilla— había dado con un gran descubrimiento en un pueblo perdido de las llanuras segovianas. Entre la frondosa naturaleza, se accedía al monasterio de Sacramenia tras abrirse paso por un sendero de un par de kilómetros. Para terminar de persuadir al magnate de la compra de aquella maravilla románica, Byne incluyó en su oferta un arma prácticamente infalible en aquella época: la fotografía. Cuando Hearst tuvo en sus manos aquella instantánea, la operación se desbloqueó al instante. El 25 de septiembre de 1925 se cerró con éxito la compra y solo un día más tarde comenzaron las obras de desmontaje de algunas de sus partes más jugosas.

Pintura con la escena de la caza de liebres en San Baudelio de Berlanga (Soria). IPCE

Aunque nunca llegaron a imaginarlo (ni en la más remota de sus elucubraciones), cuando decidieron huir de las corruptas urbes en la Edad Media para estar más cerca de Dios practicando su popular “ora et labora”, los monjes se estaban convirtiendo en los más firmes aliados de un futuro expolio. En lugares apartados, con la sola condición de hallar un espacio idílico regado por las aguas frescas de un río, ¿quién iba a perturbar, casi un milenio después, las tareas de desmontaje de un edificio maestro del que nadie sabía nada? En aquel pasado histórico, el prestigioso arquitecto Leopoldo Torres Balbás pisaba, prácticamente, los talones a Byne, a quien había identificado como “un publicista” interesado en llevarse el monasterio bajo el brazo. Aunque los apuntes que tomó no llegarían a hacerse públicos hasta décadas más tarde, Balbás reconocía a las claras que por entonces aquella obra excepcional del románico “apenas era mencionada en Madrid”.

Las comunidades de monjes jamás llegarían a imaginar que los recónditos lugares de sus monasterios favorecerían el expolio de claustros y salas capitulares

Amargo descubrimiento; trágico, se diría. El complejo monástico, que ya en las últimas décadas había prestado sus estancias a las labores típicas de una granja —aquel ganado debió de ser el más instruido en el arte románico de todo el país— cambiaría su suerte… claramente a peor. Byne fue práctico y mandó empaquetar solo las piezas talladas. El envío en barco costaba una fortuna, ¿para qué iba a incluir piedras que fácilmente podían obtenerse en las canteras del nuevo continente? Sin embargo, el arquitecto cometió un error de bulto (y nunca mejor dicho). Aquellos paquetes viajaron por mar en cajas en cuyo interior se acomodaban las “sagradas piedras” de Sacramenia con la ayuda de un mullido de paja. De ahí que el cargamento ni siquiera llegara a ser desempaquetado cuando arribó, en marzo de 1926, a los muelles del Bronx neoyorquino. La paja, sinónimo de fiebre aftosa, estaba prohibida en Estados Unidos. Aquel detalle, nimio en apariencia, acabaría arruinando la operación por completo: los operarios abrieron los envases para quemar el diabólico envoltorio… sin tener en cuenta que, al mismo tiempo, estaban destruyendo la numeración de un enorme y caótico puzle, condenando su reconstrucción.

Prácticamente arruinado Hearst tras el crack del 29 y fallecido Byne en 1935, el cargamento huérfano acabaría años más tarde en manos de unos empresarios que tuvieron la “infeliz” idea de convertir Sacramenia en un parque temático en Miami, condenado al fracaso. Tal y como recoge el libro “El románico español” (Almuzara, 2020), el monasterio alcarreño de Óvila tuvo aún peor fortuna que su compañero: sus piedras, amontonadas en un parque público de San Francisco, eran víctima del robo por los universitarios, cuando no, presa de las llamas en hasta cinco incendios consecutivos.

Recreación del ábside de Sant Climent de Tahüll en el MNAC de Barcelona. MNAC

Suerte que el concepto del patrimonio en España cambiaría con el tiempo… ¿o no? Después de la Ley del Patrimonio de 1933 a nuestro país se le presuponía cierta madurez en la defensa del legado artístico. Pero otro capítulo más, tan incomprensible como permitir la huida de Óvila o Sacramenia, acabaría sucediendo dos décadas después. Las buenas relaciones entre el régimen de Franco y el Gobierno de Eisenhower —o más bien la sumisión del primero al artífice del New Deal— terminaron en un canje de lo más surrealista.

Los promotores del museo The Cloisters —sección de arte medieval del Metropolitan de Nueva York— necesitaban una pieza para completar la recreación de un Disneyland románico a orillas del río Hudson: el ábside de una iglesia medieval. Hacía décadas que se habían encaprichado con la cabecera de un pequeño templo que yacía en ruinas en la colina de un pueblecito segoviano. La operación de compra se enfrió con la II Guerra Mundial, pero superado el conflicto los americanos volvieron a la carga y Franco tuvo a bien satisfacerlos.

Ruinas del monasterio de San Pedro de Arlanza (Hortigüela, Burgos). J. M. S.

Con solo escuchar la compensación que Nueva York ofrecía por el ábside de San Martín de Fuentidueña, cualquiera habría colgado el teléfono. Lo más sonrojante es que el Estado español aceptó el cambio por varias pinturas murales que, en realidad, ¡habían pertenecido a una ermita soriana! La piel del interior de San Baudelio —a poco más de un centenar de kilómetros de Fuentidueña— había sido arrancada, troceada y diseminada por Estados Unidos tres décadas antes, con el aval del Tribunal Supremo español. Consecuencia de aquello, al menos, los visitantes del Prado pueden ver las icónicas figuras del oso o el elefante de San Baudelio en la sala 051C del museo.

Los relatos de Sacramenia y Fuentidueña, que en “El románico español” se incluyen en el capítulo denominado “El valle del expolio”, pueden parecer historias excepcionales, anecdóticas. Y realmente tienen un componente único, pero no fueron hechos aislados en la España de principios del siglo XX, donde el arte estaba a precio de saldo. El descubrimiento de las últimas joyas románicas conllevó un patrón milimétrico, casi siempre con final desafortunado. Hallazgo, fotografía, puesta en valor, declaración de monumento nacional… y expolio asegurado.

A cambio del ábside de Fuentidueña, el Gobierno aceptó de EE UU cuatro pinturas murales que, en realidad, pertenecían a una ermita soriana

En Cataluña, la Junta de Museos lanzó una imponente operación de salvamento para evitar que las pinturas de las pequeñas iglesias del Pirineo leridano terminaran en Estados Unidos. Y lo consiguió, pero solo en parte. Los frescos del ábside de la Colegiata de Santa María de Mur se esfumaron delante de sus propias narices rumbo al Museum of Fine Arts de Boston, que podía presumir de mostrar uno de los mejores ejemplos románicos del país norteamericano. Por el contrario, en la iglesia de Sant Climent el arrancamiento del maravilloso Cristo en Majestad en Tahüll pasó a encabezar una de las mejores colecciones de pintura románica mundial, hoy en el MNAC de Barcelona. Pero los ecos de la herida que generó aquella traumática marcha aún resuenan en el Valle de Bohí.

Torpe, lento y ausente la mayor parte de las veces, nuestro país dejó la puerta abierta a la marcha de aquel excelso legado que emergió en el siglo XX, cuando no se empeñó directamente en “legalizar” la fuga artística. “El románico español” es el relato del amargo despertar de algunos de los mejores ejemplos del arte medieval que permanecían ocultos en pueblos, valles y montañas, lejos del mundanal ruido.