El ensayista, escritor y filósofo, Santiago Alba Rico (Madrid, 1960), aporta una profunda y sincera reflexión sobre los efectos en todos los ámbitos que ha producido la actual situación de pandemia hasta transformar la sociedad tal y como la conocíamos. Un análisis multidisciplinar que también ha expuesto en el ciclo de ponencias organizado por el Museo Etnográfico de Castilla y León sobre “Pensamiento y pandemia”.

–En la conferencia que ha impartido en Zamora ha abordado los efectos de la reciente crisis sanitaria y las carencias que ha puesto de manifiesto, ¿tenemos un sistema más frágil de lo que pensábamos?

–Mucho más frágil y en dos direcciones. Por un lado, las políticas neoliberales de privatización y desmantelamiento de la sanidad pública de los últimos años han revelado hasta qué punto los españoles estábamos mucho menos protegidos de lo que creíamos. Por otro, en un sentido más global, hemos descubierto, como a la luz de un relámpago, la fragilidad de un sistema que, en última instancia, depende de los cuerpos, que son naturalmente frágiles. Durante años nuestro sistema económico ha generado la ilusión de que se reproducía al margen de los cuerpos, sin cuerpos, y la pandemia ha sido, por eso, una tremenda bofetada de realidad. Hemos descubierto, de alguna forma, el límite más radical del capitalismo: la muerte, con la que hay que contar siempre.

–¿Qué dificultades genera la contradicción entre movimiento e inmovilidad que ha originado la pandemia?

–Esa contradicción siempre ha estado presente en nuestras vidas. Las mercancías, las noticias, las operaciones financieras, los turistas, se movían a toda velocidad y sin obstáculos mientras que los más pobres, los inmigrantes, los refugiados, se quedaban enganchados en las fronteras y, por eso mismo, se quedaban enganchados en sus cuerpos. El que se mueve tiene menos cuerpo que el que no se mueve. Así que el capitalismo neoliberal necesita decidir en todo momento quién se mueve y quién no se mueve; a quien da cuerpo y a quien no. La pandemia ha obligado a parar –es decir, a corporeizar– parte de ese movimiento. La solución a esta contradicción, en el marco de la crisis, ha sido tecnológica. ¿Dónde podemos estar inmóviles y sin cuerpo? En la tecnología. Por eso el confinamiento ha sido, entre otras cosas, un negocio para las grandes empresas tecnológicas. Veníamos, por así decirlo, de un confinamiento tecnológico que podía conciliar movimiento e inmovilidad y que ahora se ha cerrado sobre sí mismo.

–Usted considera que los «bárbaros» de nuestra civilización no están en el exterior, ¿a qué se refiere?

–Quiero decir que ya no hay ningún exterior. Y eso implica dos cosas. La primera que, al contrario que los cristianos de los siglos IV y V en una crisis de la civilización parecida, no podemos huir ni al desierto ni a la montaña. Pero también implica que no podemos ser salvados desde fuera, según el modelo clásico de la decadencia y renovación de las civilizaciones. Nuestros bárbaros están dentro y no son humanos: son pandemias y catástrofes climáticas, que van a jugar, por cierto, un papel muy parecido al del terrorismo en términos de gobernanza global. Frente a la catástrofe estructural habrá que tomar permanentes medidas de excepción.

–¿Cómo cree que será la sociedad en un futuro tras la obligada revisión o modificación de nuestros modelos de gestión impuesta por la pandemia?

–No me atrevo a hacer predicciones. Me limito a expresar mis temores. Si no comprendemos que la defensa de la vida es indisociable de la defensa de la democracia, el mundo post-pandemia ahondará el proceso de desdemocratización global ya iniciado antes de la amenaza de la Covid-19.

–Reside desde hace varios años fuera de España, en Túnez, ¿qué diferencias aprecia sobre el tratamiento de la pandemia en este país y, en general, entre el mundo occidental y el árabe?

–Pocas. La pandemia ha universalizado comportamientos y medidas. La humanidad ha sido traumáticamente globalizada de un golpe. La diferencia estriba en que la población del norte de África es mucho más joven y, a cambio, sus sistemas de salud mucho más frágiles.

"El mundo postpandemia ahondará la desdemocratización global"

–Tras su incursión en política en 2015 se ha mostrado bastante crítico con Podemos, ¿cree que la clase política no ha dado la talla para afrontar la crisis sanitaria?

–Mis críticas a Podemos, que son muchas y muy profundas, son compatibles con el alivio de que, en esta crisis, forme parte de un gobierno que, de otro modo, habría hecho las cosas peor. Además, si juzgo por cómo lo está haciendo Ayuso en Madrid, me alivia no menos que en estos momentos no esté el PP en el gobierno central. En cuanto a la clase política, no se puede generalizar. En términos sanitarios no se ha hecho nada muy diferente a lo que se ha hecho en otros países europeos. Lo que sí es diferente es la ideologización de la crisis por parte de las derechas españolas. Hay que exigir a todos, en todo caso, mayor responsabilidad porque la democracia se basa en la confianza ciudadana en las instituciones. La presencia el otro día en el Casino de Madrid, en el acto de entrega de premios de El Español, de buena parte de nuestra clase dirigente tiene un efecto brutalmente desmoralizador.

–¿Cree que en las próximas elecciones la izquierda será castigada en las urnas por su gestión de la pandemia?

–En un país en el que las competencias sanitarias están en manos de las Comunidades Autónomas, todos –izquierda, derecha y nacionalistas– han gestionado la pandemia. Mi impresión es que la izquierda, que no lo ha hecho bien, no es la que lo ha hecho peor.

–En una sociedad en la que cada vez es más difícil marcar los límites entre ficción y realidad, ¿cree que la pandemia ha vuelto a demostrar, una vez más, que la realidad supera la ficción?

–Ocurre, sobre todo, que la realidad, cuando nos pone en contacto colectivo con la muerte, parece una ficción. No nos parece real. Entre otras cosas porque, como he dicho antes, nuestras sociedades occidentales no estaban preparadas para asumir esta repentina fragilidad. La pandemia es la primera cosa real que nos ocurre en mucho tiempo y por eso nos parece un sueño.

–¿Considera que la crisis ha agudizado la fragmentación de los modelos de autoridad tradicionales y, en general, de valores?

–Más que esos modelos y valores, ya muy erosionados por el neoliberallismo, lo que la crisis ha erosionado aún más es la confianza en los discursos públicos y en el conocimiento común. La confianza es el cimiento de todo contrato social. En su ausencia, se imponen -como está ocurriendo- el negacionismo, la tristeza, la impotencia y el cinismo.

–¿Cree que en la sociedad actual hay una carencia de líderes de opinión que no sean “influencers” o “youtubers”?

–En los años 80 y 90 se produjo una mercantilización de la “autoridad” pública, de manera que los futbolistas y las estrellas de televisión ocuparon el lugar tradicional de los intelectuales. En los últimos años la autoridad pública, en una nueva vuelta de tuerca, se ha vuelto tecnológica y cualquiera que pretenda llegar a un público extenso –también los futbolistas, los políticos y los filósofos– tiene que hacerse influencer o youtuber. El problema es que las redes no están hechas para pensar o comprometerse sino para reaccionar; y para reaccionar de un modo homogéneo frente a todos los estímulos: con las vísceras y con la amnesia.

–¿Opina que las muevas tecnologías están produciendo un efecto alienante en la sociedad?

–Tienen un efecto, sobre todo, “descorporeizador”; nos roban el cuerpo, que ahora es sólo un apéndice molesto de nuestro móvil o nuestra tablet: de nuestra conexión a la red. Que nos roben el cuerpo quiere decir que nos roban la posibilidad de prestar atención. Y sin atención las cosas no tienen valor. Así que las tecnologías, en la medida en que han sustituido a la vida misma, facilitan los procesos de desenganche de los otros cuerpos y de desvalorización del mundo. Frente a ellas, nuestros cuerpos –¡y no digamos un árbol!– son muy lentos. El capitalismo no puede permitirse la lentitud.

–Las nuevas restricciones originadas por la crisis sanitaria, ¿agrandarán todavía más las distancias y la tendencia a la reducción del contacto personal?

–Ya ha ocurrido. Cuando vemos fumar al protagonista de una película nos quedamos sorprendidos, pero no sentimos ganas de fumar: lo vemos en la distancia, como otro mundo ya irrecuperable. Cuando estos días vemos en una película muchas personas juntas y sin mascarilla en una habitación o en una plaza, sentimos una sacudida de extrañeza y casi de amenaza. Todas nuestras películas, en este sentido, nos hablan del pasado. Es sin duda bueno que no recuperemos ese mundo en el que los médicos fumaban en el quirófano, pero no lo es que renunciemos a ese otro –el de ayer mismo– en el que nos tocábamos sin miedo ni desconfianza. “Perdida nuestra verdadera naturaleza, todo es nuestra verdadera naturaleza”, decía Pascal. Los humanos nos acostumbramos a todo. Confío en que el impulso de tocar sea más imperativo y más verdaderamente natural que el de fumar.

–En muchas de sus publicaciones ha puesto especial interés en la información tóxica, en los bulos y las noticias falsas, ¿cómo cree que se pueden combatir en una realidad mediatizada?

–Siempre ha habido bulos y fakes, sobre todo en períodos de crisis, pandemias o amenaza; y se han difundido a velocidad vertiginosa sin necesidad de internet. Pero su medio de vida es la ausencia de marcos de credibilidad compartida, como la ausencia de oxígeno es el medio de algunas bacterias. Creo que si nuestros políticos y nuestros periodistas no se convirtieran en difusores voluntarios de bulos partidistas y en ventajistas fabricantes de fakes en el espacio público -incluido el Parlamento- podríamos permitirnos tener unas cuantas bacterias en el aire enrarecido de las redes. Es la corrupción del espacio público la que hace creíbles los “hechos alternativos”. Y esa corrupción es responsabilidad de los que tienen un acceso privilegiado a él.

–¿Cree que esa desinformación es la que sustenta a los negacionistas del COVID o a la falta de concienciación sobre la importancia de respetar las medidas de prevención?

–Los negacionistas se sustentan, en realidad, en la desconfianza, a veces razonable, hacia el “sistema”, sus instituciones y sus saberes; y en la necesidad de construir un mundo común alternativo a éste, en el que todo el mundo, según ellos, viviría aislado y engañado. En periodos de crisis ocurre con frecuencia que el escepticismo se convierte en nihilismo; y el nihilismo en credulidad. Cuando ya no creemos en nada, podemos creer en cualquier cosa, por disparatada que sea, incluso en la planitud de la Tierra. El negacionismo tiene un efecto analgésico y ansiolítico: conjura una amenaza incontrolable y real y se inventa un falso culpable concreto y manejable. Preferimos creer en los monstruos que en el azar. Es un mecanismo de defensa tan peligroso como banal.