Prieto recibe de Pedro Julián Hernández el Barandales. | L. O. Z.

“Me costaba ir con él por la calle. Siempre había alguien con quien pararse para preguntar por la salud o por un familiar, o para sonreír y hacer una broma”. Este detalle es el primero que viene a la mente de Fernando Toribio cuando se le pregunta sobre José Antonio Prieto, el sacerdote zamorano que falleció este sábado, a los 84 años, y recibió ayer sepultura en el cementerio San Atilano. Ambos, Fernando y José Antonio, llevaban más de quince años de labor conjunta en San Torcuato, un periodo en el que compartieron la responsabilidad de la parroquia, y que sirvió para que el más joven de los dos valorara en su justa medida la capacidad de su compañero veterano para “mantener ocho o diez horas diarias de escucha”.

Esa cualidad de sacerdote “atento” es uno de los aspectos que Toribio destaca de Prieto. También su discreción: “Siempre supo trabajar en silencio; estar sin que se le notara”, indica el párroco de la Unidad del Buen Pastor, que remarca el hueco que deja José Antonio tras su muerte. Numerosos feligreses han lamentado también en las últimas horas el fallecimiento del religioso, “un hombre que daba paz”.

Fernando Toribio tiene clara la clave de la capacidad de Prieto para conectar con el prójimo: “Siempre estaba para todo el mundo”. De hecho, este sábado, durante el velatorio del párroco, varias personas que habían acudido a él en momentos de dificultad quisieron mostrarle sus respetos: “La gente se sentía acompañada por José Antonio”, subraya el sacerdote que estuvo junto a él durante su última etapa en la Unidad del Buen Pastor.

Este destino fue el epílogo de la trayectoria de un hombre que sirvió en la diócesis de Zamora, y concretamente en la capital, durante casi toda su vida adulta. De hecho, sus inicios se encuentran en lo que entonces era el colegio San Atilano. Fernando Toribio recuerda cómo José Antonio Prieto fue uno de los educadores que se encargó de “sacar adelante el centro”, y apunta que, aún en estos últimos años, mantenía el contacto con algunos alumnos “que ya son padres o abuelos”.

Además, Prieto también tuvo un papel destacado en “la transformación de San Lázaro como parroquia”. Toribio rememora una imagen habitual de la época, con José Antonio ataviado con un mono de obra y arreglando los desperfectos del templo gracias a las nociones de albañilería que heredó de un padre dedicado a la construcción: “Él decía que la mejor forma de darle vida a una iglesia es trabajar en ella”, abunda su compañero de la última etapa.

Finalmente, y tras algún paso fugaz por otras tareas, José Antonio Prieto acabó adquiriendo puestos de responsabilidad en la diócesis, y asumiendo diferentes cargos en una fase de actividad frenética que terminó causándole un grave de problema de salud. Tras este susto se instaló en San Torcuato, donde también mantuvo un importante contacto con el colegio contiguo, la Medalla Milagrosa.

La responsable de Evangelización del centro educativo, María San Nicolás, incide en esa “relación estrecha con la parroquia”, y asegura que José Antonio Prieto y Fernando Toribio “son considerados miembros de la comunidad educativa”. De ahí que la pérdida del sacerdote “entrañable, cercano y positivo” también resulte dolorosa para la familia de la Medalla Milagrosa: “José Antonio trabajó en la Pastoral del centro, aportando formación religiosa y acompañamiento, siempre con una presencia discreta, constante y en disposición de escucha”, añade San Nicolás.

Otro sacerdote que también mantuvo un contacto habitual con José Antonio Prieto es Narciso Lorenzo, que insiste en el “talante jovial, cercano, profundo y de fe” de un hombre que se mantuvo “hasta el último momento al servicio de la diócesis”, y que se marcha dejando la impronta de aquellos cuya presencia deja huella en el resto.