En 1995 opté a una beca en el departamento de prensa del Instituto de la Mujer. En las bases de la convocatoria requerían, aparte de una licenciatura en ciencias de la información, conocimientos de Word. En el transcurso de la entrevista -logré llegar hasta ahí-, la que después sería mi jefa me tendió una trampa: me preguntó si manejaba Wordperfect. Me pilló de sorpresa pero me recompuse y le hice ver que yo lo que dominaba era Word, así a secas. Lo tenía dentro de mi PC, tras haber instalado con resignación los más de diez disquetes de tres pulgadas y media que contenían la aplicación. Ella me aseguró que en la oficina se usaba ese otro procesador de nombre más largo. Yo, rápida de reflejos, la tranquilicé haciéndole ver que en un periquete podía aprender las pocas diferencias entre ambos programas. Mi alarde dio resultado: me concedieron la beca y el primer día de trabajo descubrí con alivio que el ordenador que me asignaron venía equipado con mi viejo amigo Word, por lo tanto no me hizo falta aprender las reglas de ese primo hermano informático desarrollado por Corel y no por Microsoft. Y mi vida noventera siguió adelante sin sobresaltos.

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