Si uno pasea por cualquier ciudad de España siente el peso de la Historia. Lo que sucede es que en Córdoba ese peso es mucho mayor. No es una exageración ni un reclamo turístico. Es una verdad fácil de comprobar. En tiempos de Roma, la latina Corduba fue la mayor ciudad de Hispania, y su teatro, por ejemplo, era escasos metros más pequeño que el de la capital imperial. Pasados los siglos, Córdoba se convirtió en capital del mundo. Así de fuerte. Al filo del año 1000 no había una urbe en Europa que la igualara. Fueron los tiempos más gloriosos del califato omeya. Abd al-Rahman III se había autoproclamado califa, había mandado construir una ciudad palatina a una decena de kilómetros de Córdoba, que ya entonces pavimentaba sus calles, iluminaba sus plazas a la caída de la noche y mantenía abiertas las bibliotecas mejor nutridas del mundo y los baños que purificaban el cuerpo y alma de sus vecinos.

Por entonces, Londres y París eran pequeñas ciudades, sucias y atrasadas, frente a la magnificencia y las riquezas de la ciudad arracimada en torno al río Guadalquivir (que entonces era navegable). La conquista cristiana en el siglo XIII convirtió Córdoba en una de las ciudades más patrimoniales de España. Primero el gótico, luego el renacimiento y por fin el barroco (como resumen estético de los pueblos andaluces) adornaron palacios, casonas e iglesias frente a las que aún hoy padecemos un inevitable síndrome de Stendhal.

Comencemos por el principio. A Córdoba hay que entrar caminando por el Puente Romano que une la torre de la Calahorra con la puerta monumental que mandó construir Felipe II frente al Guadalquivir. El Puente Romano salva las aguas calmas del río mayor de Andalucía y desde un extremo disfrutamos de la estampa más conocida de la vieja ciudad califal: la Mezquita Catedral al fondo y en torno a ella los campanarios del resto de grandes iglesias y las azoteas blancas de la ciudad esparcida por la llanura, a los pies de la literaria Sierra Morena. Cuando en 1524 Carlos V visita Córdoba, el emperador queda horrorizado por lo que ve en la Mezquita. El cabildo cordobés había construido en el centro del oratorio omeya una catedral. Aseguran que el emperador dijo: "Si yo hubiera sabido lo que era esto, no hubiera permitido que se llegase a lo antiguo, porque hacéis lo que hay en muchas otras partes, y habéis deshecho lo que era único en el mundo". Hoy, medio milenio después, esos debates están superados.

Lo cierto es que gracias a aquella discutida Catedral se pudo conservar la gran Mezquita cordobesa. Pasear por dentro de ella es un ejercicio de sincretismo cultural: el visitante pasa de los arcos en doble altura, con dovelas alternadas en rojo y blanco y columnas reaprovechadas de viejos templos romanos y visigodos, a la gran Catedral que se alza en el centro, cuyo altar mayor es una armoniosa filigrana marmórea levantada en la primera mitad del siglo XVII. Hay decenas de capillas alrededor de la planta cuadrada de la Mezquita y una serie de huecos excavados en el suelo que dejan ver los pilares de la primitiva basílica visigoda de San Vicente que el emir Abd al-Rahman I, fundador de la dinastía omeya, compró a los cristianos cordobeses en el año 785. El Patio de los Naranjos, el primitivo patio de abluciones, es un remanso de paz que nos predispone a la contemplación. Pero hay algo nuevo en la Mezquita que no conviene perderse. Se trata del programa conocido como El Alma de Córdoba, las visitas nocturnas por el interior del templo tan solo iluminadas por los candiles que semejan la luz original del oratorio en tiempo de los omeyas.

Platería y Cordobán

Lo que hay alrededor de la Mezquita es un conjunto de calles serpenteantes donde conviene separar el grano de la paja. Hay tiendas de baratijas, de souvenirs para turistas de pantalón corto y cámara de fotos barata, y comercios más especializados donde se venden los dos productos artesanales más famosos de la ciudad: la platería y el cordobán, una suerte de cue ro repujado y convertido en obra de arte. Separar lo bueno de lo malo es una tarea sencilla por poco que el viajero tenga un ojo hecho al buen gusto. La Judería está tomada por tiendas y restaurantes. Está atestada a todas horas del día y para salir de ella basta con encontrar las puertas de la muralla medieval y bajar hasta el Alcázar de los Reyes Cristianos.

El viejo monumento, al lado de las Caballerizas Reales y los Baños Califales, fue mandado construir por Alfonso XI El Justiciero como hospedería real. Pero su episodio más famoso lo protagonizó la reina Isabel La Católica, que hizo desmontar el molino de la Albolafia, situado a orillas del río, porque le impedía conciliar el sueño. En la actualidad, el Alcázar son tres cosas: un museo, un centro de actividades culturales en primavera y verano y uno de los jardines aterrazados más bellos de la ciudad, vademécum botánico y una suerte de estanques y fuentes sonoras. Córdoba es llana y de unos años a esta parte a muchos de sus vecinos les ha dado por utilizar la bicicleta. Cada día son más las calles y plazas cerradas al tráfico y pasear la ciudad es un ejercicio delicioso que permite contemplar la capital desde la serenidad y la lentitud. Las calles que conducen hasta la plaza del Potro están salpicadas de casonas solariegas y de palacios barrocos. Sus puertas están casi siempre abiertas hasta la altura de la cancela, lo que permite contemplar la quietud de sus patios, la quintaesencia de la ciudad.

Las tabernas

Las calles Lucano y Lineros discurren paralelas al paseo de la Ribera. En mitad de ambas se halla la plaza del Potro, que Cervantes cita en El Quijote. Es una de las plazas más bellas de España, empedrada, con una fuente en el centro, una posada con un bello patio a un lado y el Hospital de la Caridad frente a él, en cuyo interior abren sus puertas el Museo de Bellas Artes y el Museo Julio Romero de Torres. Cuentan que cuando el genial pintor cordobés murió allá por mayo de 1930 -no pudo escoger un mes más unido a su ciudad- su cuerpo sin vida fue acompañado hasta el cementerio por miles y miles de vecinos. Hoy su estética, reivindicada desde la modernidad, sigue iluminando el modo que tenemos de ver Córdoba.

Seguir los pasos de Julio Romero de Torres es otro modo de conocer la ciudad. Al pintor le entusiasmaban las tabernas, que son los santuarios de la palabra, la conversación, el vino y la gastronomía popular. Hay tabernas repartidas por toda la ciudad y en todas ellas el vino del marco de Montilla-Moriles, las copas de fino, oloroso y amontillado, son el preludio de todo encuentro entre amigos. La tapa es la segunda estación en toda taberna: de sus cocinas salen deliciosos flamenquines, que son rollos de carne, jamón y queso empanados y con forma cilíndrica, o rabo de toro y cazuelitas de salmorejo para los días más calurosos del año. Hay postres conventuales que se elaboran con las primorosas manos de las monjas de clausura o un plato típicamente cordobés como la naranja en gajos acompañada de miel y aceite de oliva virgen extra de los pagos de la Campiña.

El peregrinaje de taberna en taberna conduce a todo viajero hasta la plaza de las Tendillas, corazón urbano de la ciudad y kilómetro cero el día de Nochevieja para escuchar las campanadas en forma de rasgueo de guitarra desde su célebre reloj. Tendillas está cerca de todo. A un lado se extiende la avenida del Gran Capitán, presidida por la iglesia de San Nicolás de Bari, y en el otro extremo la calle Claudio Marcelo, la primitiva vía romana que partía desde el Templo de Diana, cuyas columnas y capiteles aún se conservan, y que conducía hacia los caminos del norte hasta encarar la Vía de la Plata. Tendillas y Claudio Marcelo son lugares animados, decorados con tiendas de renombre, restaurantes donde se come muy bien y locales nocturnos, en especial en aquellas callejas que descienden hasta la plaza de la Corredera, una excentricidad barroca y castellana en el corazón de la ciudad.

Iglesia de San Pablo

Escondido entre una reja artística que puede pasar desapercibida para el caminante más despistado. Se trata de la iglesia de San Pablo, visible por su colosal rosetón gótico. Dentro se extiende uno de los templos más bellos y en una de sus capillas se venera la Virgen de las Angustias, junto al Gran Poder de Sevilla la talla más famosa del imaginero cordobés Juan de Mesa. La calle Alfaros abre a un lado de Capitulares. Es una calle recta y disciplinada, flanqueada de casonas señoriales. Al final de ella se halla la Cuesta del Bailío, uno de los rincones más íntimos y sobrecogedores de Córdoba, una escalinata enaltecida por las buganvillas que escapan del convento de los Capuchinos, una fuente a modo de cómoda rococó y al fondo el palacio de los González de Córdoba, hoy sede de la Biblioteca Viva de al-Ándalus.

Una vez arriba, una callecita penetra hasta la plaza de Capuchinos y, una vez aquí, en mitad del silencio, comprendemos mejor que en ninguna otra parte aquellos versos del poeta cordobés Ricardo Molina, artífice del grupo Cántico, cuando dijo que este lugar era un "rectángulo de cal y cielo". Para terminar, no te puedes perder conocer la calle más estrecha del mundo. Es conocida como el callejón del Pañuelo porque su anchura es la de un pañuelo abierto de hombre. Está al lado de la plaza de la Concha, próximo a la Mezquita, y junto a la calleja de las Flores y el callejón de la Hoguera conforman los más íntimos rincones de la ciudad histórica, símbolos mil veces fotografiados donde se citan las tres córdobas -la romana, la árabe y la barroca-, que hacen de esta capital andaluza un lugar único.

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