El «aprendizage» de los maestros El «aprendizage» de los maestros

n Flaco favor se le está haciendo a los buenos docentes n Flaco favor se le está haciendo a los buenos docentes

El «aprendizage» de los maestros El «aprendizage» de los maestros

No está el problema, o no en exclusiva o en su parte más importante, en el hecho de que un profesor o aspirante a profesor pueda cometer alguna falta ortográfica, error gramatical o quiebra sintáctica. Claro que el hecho de que el 86% de los mismos suspenda una prueba de conocimientos de los exigidos a un alumno de 12 años anima poco el espíritu de nuestra depauperada nación.

No lo anima que un titulado universitario, que por lo tanto se supone ha pasado buena parte de su vida dedicado al estudio, añada Soria a la lista de las diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas. Si Ceuta y Melilla que son más pequeñas pueden tener tal estatus, por qué no puede equipararse a ellas Soria, la inmortal por Numancia, Machado y Marichalar, dirán algunos.

El Ebro, el Duero y el Guadalquivir pasan por Madrid. Este último solo a veces, pues como el Guadiana, que a veces está y a veces no; bien saben en Madrid, que en Feria se va para Sevilla para que Giralda y faralaes se reflejen en su espejo.

En la España en que los escrúpulos se apagaron hace ya tiempo, confundirlos con la caída de la tarde no deja de ser una metáfora filosóficamente entendible. Por dónde va a empezar el crepúsculo de nuestra cultura sino por la desaparición de los escrúpulos en buena parte de los «ánbitos» en que nos desenvolvemos.

Si una disertación consiste para algunos vocacionales maestros en dividir una cosa en partes más pequeñas o en irse por las ramas, para otros, no habrá tampoco de extrañarnos que ya no haya políticos o periodistas con un mínimo y adecuado manejo de nuestra lengua.

Sin embargo, en la línea a la que vamos acostumbrándonos de que criticar cuestiones aisladas de una colectividad o de algunos de sus miembros genera automáticamente el estallido corporativo y la respuesta del «colectivo» -que en Sudamérica es un autobús de pasajeros y aquí un adjetivo hasta que el uso deformador se empeñó en convertirlo en sustantivo- en contra de aquellos que ponen el dedo en la llaga. Y luego está la insigne labor que en eso vienen desarrollando los sindicatos. Nunca para defender la calidad del profesorado y buscar un sistema de acceso que garantice la llegada de los mejores, sino para proteger y blindar a los que ya están.

La gran mentira con la que nuestra educación va deteriorándose más y más es que todo es cuestión de presupuesto. Hace falta dinero para pagar bien a los mejores profesionales. Pero primero hay que saber seleccionarlos. Mientras tanto, el presupuesto aumenta y el nivel educativo sigue despeñándose hasta niveles tercermundistas. Luego sí, tenemos más licenciados universitarios que nadie pero que, en la lengua de Cervantes, escriben «Valladoliz».

Flaco favor para aquellos buenos maestros, de sagrada vocación, que siguen existiendo. Los que hemos tenido a lo largo de nuestra vida y a los que tanto debemos.

www.angel-macias.blogspot.com

No está el problema, o no en exclusiva o en su parte más importante, en el hecho de que un profesor o aspirante a profesor pueda cometer alguna falta ortográfica, error gramatical o quiebra sintáctica. Claro que el hecho de que el 86% de los mismos suspenda una prueba de conocimientos de los exigidos a un alumno de 12 años anima poco el espíritu de nuestra depauperada nación.

No lo anima que un titulado universitario, que por lo tanto se supone ha pasado buena parte de su vida dedicado al estudio, añada Soria a la lista de las diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas. Si Ceuta y Melilla que son más pequeñas pueden tener tal estatus, por qué no puede equipararse a ellas Soria, la inmortal por Numancia, Machado y Marichalar, dirán algunos.

El Ebro, el Duero y el Guadalquivir pasan por Madrid. Este último solo a veces, pues como el Guadiana, que a veces está y a veces no; bien saben en Madrid, que en Feria se va para Sevilla para que Giralda y faralaes se reflejen en su espejo.

En la España en que los escrúpulos se apagaron hace ya tiempo, confundirlos con la caída de la tarde no deja de ser una metáfora filosóficamente entendible. Por dónde va a empezar el crepúsculo de nuestra cultura sino por la desaparición de los escrúpulos en buena parte de los «ánbitos» en que nos desenvolvemos.

Si una disertación consiste para algunos vocacionales maestros en dividir una cosa en partes más pequeñas o en irse por las ramas, para otros, no habrá tampoco de extrañarnos que ya no haya políticos o periodistas con un mínimo y adecuado manejo de nuestra lengua.

Sin embargo, en la línea a la que vamos acostumbrándonos de que criticar cuestiones aisladas de una colectividad o de algunos de sus miembros genera automáticamente el estallido corporativo y la respuesta del «colectivo» -que en Sudamérica es un autobús de pasajeros y aquí un adjetivo hasta que el uso deformador se empeñó en convertirlo en sustantivo- en contra de aquellos que ponen el dedo en la llaga. Y luego está la insigne labor que en eso vienen desarrollando los sindicatos. Nunca para defender la calidad del profesorado y buscar un sistema de acceso que garantice la llegada de los mejores, sino para proteger y blindar a los que ya están.

La gran mentira con la que nuestra educación va deteriorándose más y más es que todo es cuestión de presupuesto. Hace falta dinero para pagar bien a los mejores profesionales. Pero primero hay que saber seleccionarlos. Mientras tanto, el presupuesto aumenta y el nivel educativo sigue despeñándose hasta niveles tercermundistas. Luego sí, tenemos más licenciados universitarios que nadie pero que, en la lengua de Cervantes, escriben «Valladoliz».

Flaco favor para aquellos buenos maestros, de sagrada vocación, que siguen existiendo. Los que hemos tenido a lo largo de nuestra vida y a los que tanto debemos.

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