Ya sé que la historia, o la leyenda, dice que a Viriato lo mataron el chófer y el mayordomo, o sus equivalentes de la época, y que ya por entonces las administraciones públicas pagaban mal, aunque estos dos, contra lo que ha querido afirmarse, cobraron puntualmente. Créanme: Roma, al igual que los gobiernos que hemos padecido por aquí desde entonces, pagaba sobre todo y ante todo a los traidores.

A lo que yo me refiero con le título es a que a lo largo de la historia todo localismo se vio superado por proyectos más grandes (véase Castilla, Prusia o Borgoña), y que la evolución, lenta pero constante, de la idea europea, acabará convirtiendo a todos los localismos en elementos folclóricos como ya sucedió durante la formación de los estados nacionales, allá por el final de la Edad Media en algunos casos como el nuestro, o en pleno romanticismo, como en los casos de Alemania e Italia, por ejemplo.

El francés Ernest Renán definió la nación, allá en el siglo XIX, como un plebiscito cotidiano. Decía que la nación consistía en glorias y remordimientos comunes en el pasado y todo un programa para realizar juntos en el futuro.

Con esa definición entre las manos, parece claro que en España estamos abocados a la nación europea, pues ni miramos con orgullo ni remordimiento al pasado común ni parecemos avenirnos a ninguna clase de proyecto conjunto para los días venideros. Sin embargo, si se les pregunta a los españoles, incluso a los que no quieren serlo ni a tiros porque quieren cambiarse de nacionalidad como el que quiere cambiarse de sexo (cosas legítimas ambas, que pasan por algún tipo de trastorno hormonal o psiquiátrico), veremos que nadie quiere dejar de ser europeo y que muy pocos rechazan esa integración continental por más que critiquen, y critiquemos, la mecánica de mandarinato que gobierna los engranajes de Bruselas.

Quedan, como decía Ortega, los hijos de la mujer de Lot, que quieren hacer la historia mirando hacia atrás y que, como ella, acabarán convertidos en estatuas de sal para gran alegría de los curadores de los museos, que tendrán esculturas gratis durante una buena temporada. Quedan, ya ven qué pena a estas alturas, los que creen que la nación es una cosa muerta y pasada cuando es y tiene que ser sobre todo un proyecto de futuro.

¿Qué dicen normalmente los que van por ahí exigiendo autodeterminaciones y sacando pecho sobre su tierra? Fuimos esto, fuimos lo otro, tuvimos lo de más allá. Fuimos, éramos, tuvimos. Todas las formas verbales del pretérito. ¿Han oído en cambio a alguno que diga seremos, tendremos, haremos o estaremos? Yo sólo una vez: a los alemanes durante la unificación, que se cuidaban muy mucho de decir lo que habían sido, porque lo sabíamos de sobra, y se esforzaban en convencernos de lo bueno que resultaría para todos lo que serían en el futuro.

Ese es el verdadero nacionalismo. Lo demás es entretenimiento de archiveros, subvención de arqueólogos y forraje para el moho.