En plena pandemia, con el COVID galopando salvajemente sobre nuestras cabezas, lo que menos se espera (o lo que menos se desea) es que llegue un mazazo como el del mediodía del pasado domingo.

El escueto título que había asaltado la pantalla de mi teléfono móvil tenía menos de una decena de palabras: “El exboxeador Francisco San José muere en un incendio”.

Me colapsé, me quedé en blanco y me costó reaccionar. Pero lo hice. Y sentado en el sillón, frente a una pantalla de televisión que no veía, me retrotraje al inicio de la década de los pasados sesenta. Me retrotraje a un Toro muy diferente del que he visto en mis visitas de los últimos años. A un Toro donde primaba el deporte y al que una de sus más duras especialidades, el boxeo, permitió que dos de sus hijos (Paco y Carlos San José) se convirtieran en embajadores de un pueblo, antigua ciudad regia, que llegó a ser conocido por algo muy diferente a la historia de su áspero vino tinto.

Paco fue el primero que aprendió a golpear un saco. Frente al campo de fútbol de Santo Domingo, anexo a los locales de la CEDEJAC (Club Deportivo Jóvenes de Acción Católica), se había montado un minúsculo gimnasio y alguien de cuyo nombre no me acuerdo, comenzó a impartir lo que podrían ser unos preliminares de conocimiento de deportes diferentes al fútbol, baloncesto o balonmano. Y alguien habló de boxeo. Paco, Carlos, Quintas, Lázaro…fueron nombres que luego sonarían con fuerza.

Paco se trasladó a Madrid donde se involucró totalmente en el pugilismo. Mientras, Carlos siguió ganando carreras de campo a través. Después le picó el gusanillo y el peso de los guantes de doce onzas consiguiendo no solo emular a su hermano, sino en muchas facetas, superarlo, gracias a una zurda de oro como pocas.

Paco, ya asentado en Madrid, fue subiendo peldaños y en el año 1963 representó a España en los Juegos Mediterráneos celebrados en Nápoles (Italia), y ganó una medalla de bronce. Pero cuando su nombre sonaba como olímpico para Tokio decidió pasarse al profesionalismo, ascendiendo como la espuma hasta que el día 21 de enero de 1966, en el antiguo Palacio de los Deportes de Madrid, se proclamó campeón de España de los pesos pesados derrotando a los puntos, en doce asaltos, a Mariano Echevarría. Fue el comienzo pero, también, un poco el final, que llegó cuatro años y treinta peleas después, tras haber perdido el cetro en revancha, ante el propio Echevarría. Meses atrás había entrado en los Testigos de Jehová y su pasión por el boxeo se fue desmoronando como un castillo de arena enfrentado a un temporal de levante. Pero ahí quedó su impronta de gran deportista y embajador de su Toro natal, al que se retiró a vivir en compañía de su esposa Aurea, que, tristemente, también falleció en el imprevisto incendio del pasado domingo. Un incendio que se llevó a todo un Campeón sin costuras. Descansa en paz, amigo.

Avelino Gutiérrez, periodista toresano y presidente de la Asociación de la Prensa Deportiva de Melilla