Diego me recibe en el despacho del director del museo del vino. Se encuentra sentado, distendido y refrescándose antes del concierto. Instantáneamente su "atrevida camisa", una mezcla entre cantaor de la costa malagueña y portada de un disco de Los Planetas, acapara toda nuestra atención. Un par de bromas, un ambiente distendido y una cercanía propia del artista humilde, conocedor de la importancia del trato cercano. Tras una rápida, aunque intensa, entrevista Diego, apremiado por el responsable del museo, se pone en pie con celeridad y se dirige a la sala de barricas, donde tendrá lugar el concierto. Agarra su violín trompeta, guardado en un cestón de mimbre y sale disparado hacía la base del escenario; copada en su totalidad por los muchos pequeños que han acudido a su espectáculo "Violines, serruchos y otros instrumentos".

Diego entra con buen pie, bromea con los niños, interactúa constantemente con ellos, habla e interpreta sin parar. El dinamismo del concierto, fruto de la hiperactividad del violinista, capta toda la atención de los muchachos, que no tienen tiempo para otra cosa que no sea no quitar ojo de las muchas cosas que hace Diego Galaz: toca un instrumento, lo define, cambia de nuevo, habla, pregunta, pasa un vídeo, cuela una lección de ecologismo, un alegato contra la esclavitud, baja de nuevo del escenario y, de repente, está ofreciendo un concierto con tetrabrick de leche y cuerda de pescar.

Padre e hijos conectan durante 50 minutos con el músico burgalés. Un espectáculo en el que Galaz consigue inculcar "principios y valores que les permitirán dejar un mundo mejor del que recibieron, algo que el violinista de Fetén Fetén considera "más importante que llenar cualquier estadio".