Están asomados al abismo de la falta de respuestas. Llevan un tiempo de trasiegos, pero septiembre, ahora, los curte como si un mes fuera un año, media vida. Antes era octubre, cambiaban de piel, el rostro se afilaba, se llenaban de manchas tintas. Están intranquilos, hablan con medias palabras, miran al cielo, repasan enseres, meten las narices donde pillan. Más agua, dicen en un lenguaje ininteligible. Allí, aquel piso de piedra, meterle manguera. Son los vinicultores, los bodegueros que andan estos días a la carrera, preparándolo todo, rezando sin oraciones. Por Toro se ven muchos, pero también en los pueblos pequeños, donde ejercen también de viticultores o de lo que haga falta.

El envero cumplió su misión. Si uno se fija en las cepas, tienen ya otro corte de pelo; las varas enhiestas y retadoras van empezando a entregarse. Los racimos lucen luminosos: los tintos manchados de negro zahíno, los blancos están arropados con una funda marfil, que empiezan a clarear cuando el sol se le sube encima. Los tordos sisean mil insultos y ponen en el disparadero a los dueños de los majuelos. La hierba que quedó en las viñas a pesar de casi una decena de pasadas de cultivador empieza a caer el moco, menos los genijos, que siguen con el pecho puesto y la grama, la madre que la parió, que alardea de una flor inconsistente que forma cruces, dios sabe de qué religión.

El vinicultor pasea entre las cepas más abrigadas que otros años por una primavera líquida y un principio de verano meón (qué vaya dos tormentas que cayeron la semana de San Pedro y la primera de julio). Siempre mira los racimos con regusto. Hace nada, veinte días, las uvas estaban verdes como las hojas del lirio, sabían agrias como un cólico de vesícula, pura hierba. Ahora no, las metes en la boca y se esponjan. El dulce, todavía sin sabor ambrosía, se pega a los bajos de la lengua. Ya van, ya van, pero aún le queda. El vinicultor saca la "pipa" y la observa como si fuera un bulto recién brotado. No ves, no está madura, no tiene color.

De enveros y milagros

La bodega reluce como si el sol se hubiera equivocado y se hubiera colado por la gatera. Cualquiera hace vino, decía mi abuelo Cirilo, el secreto está en la uva y en la limpieza, agua y agua, toda es poca ahora, cuando hay que limpiar; después, ni gota. Las conversaciones giran y giran sobre sí mismas: la cosecha no viene mal, hay menos que el año pasado. Se nota la helada del 13 de mayo en los bajos y también, en algunas zonas, el pedrisco de julio. Y apunta a una uva: mira, ahí está la huella; la uva tiene memoria: ahí, ahí, en su barriga tiene el golpe.

Dentro de nada empezará la vendimia (a estas alturas la campaña pasada ya estaba una parte en los depósitos de fermentación). Viene retrasada respecto a la media de los últimos cinco años. La humedad ha ralentizado el proceso vegetativo. El envero entró a trompicones y le costó centrarse, pero después ha cumplido su función: las uvas están pintadas y bien pintadas. Ahora hay que esperar a que reposen, que la glucosa se imponga a los ácidos.

Desde la brotación no han descansado los sobresaltos. Mucha humedad, enorme follaje, todo animaba al oídio y al mildiu, que estaban ahí, agazapados, esperando poder hincar el diente en el molledo. El sistémico primero, después azufre que te crió: hay viñas que tienen las calles como autopistas de tantas pasadas. Al final, los tratamientos y el mes de agosto que cumplió con lo que se le supone, con calor, han adormecido la podredumbre. Ahora hay que rezar, para que la vendimia se concrete sin tantarantanes. Un poco de lluvia sería buena ahora, para equilibrar el mosto y la acidez, pero dentro de nada, ni una gota, hasta que acabe la recolección.

Los vinicultores grandes tienen enólogos a su servicio. Ellos controlan el proceso, vigilan la llegada de las uvas, el sistema de despalillado, la eclosión de las levaduras. Todo tiene su fórmula, su tiempo. Hay que buscar el vino tipo para que el chino que compró en primavera una partida de las de cuatro ceros lo vuelva a hacer este año, quiere que le sepa igual; pero la baya no es igual, hay que buscar y dar con la tecla. El arte de la vitivinicultura.

Los pequeños

Los vinicultores pequeños, los que hacen el milagro del vino en pequeñas bodegas, excavadas en la entraña de la tierra, rotas a pico y pala, algunas con más de 200 años, andan aún más tarumbas. Tienen que organizar vendimia y lagar. Sí, sí, lagar, una palabra que evoca montañas de uvas, desangrándose, tumbadas y abiertas, el mosto brotando de abajo, del manantial, trabajadores sin descanso haciendo las labores: una, dos, tres, las que hiciera falta hasta dejar los hollejos exangües, como el papel de fumar. Después había que hacer las prensas. Había quien era capaz de hacerlo solo con la maroma, una soga enorme que se colocaba como una culebra dormida y en los huecos se apilaba la masa, el orujo rezumando mosto pegajoso y melifluo, tan dulce como empalagoso. Ese trabajo ya es historia, ahora se aplican técnicas más modernas, los lagares con piedra de antaño y uso ya son pura anécdota (alguno queda, ¿verdad José Ignacio?)

Hay alguna prensa de madera y alguna metálica, pero cada vez se impone más la despalilladora, que la uva entre en el depósito sin raspón. Antes, hace muchos años, se llenaban las cubas con el "embabujado" que se formaba con la masa que dejaban los racimos pisados con los pies, a puro huevo.

En las bodegas industriales, todo está controlado. El proceso de elaboración no se puede desviar ni una brizna, el apunte en el papel lo marca todo. Hasta el momento óptimo de la vendimia viene fijado en el medidor que analiza el grado del mosto. La recolección hay que hacerla deprisa y si es por la noche, mejor, que así el fruto llega frío a la bodega y se controla mejor su fermentación.

Guardián y gran hacedor

En el proceso que acaba en vino, hay al menos dos milagros visibles, el del envero y el que hace posible que el mosto deje parte del azúcar por el camino y se convierta en alcohol. Este último tiene al vinicultor como guardián y gran hacedor. No hay cosa más fácil que hacer vino, pero no hay tarea más difícil que elaborar vino bueno. Lo primero no tiene ciencia: se estrujan los racimos y esa masa, tras la acción de las levaduras, se deja fermentar y ya está. ¿Así de fácil? Sí, tan sencillo. Así debió hacerse el primer vino, dicen que en el monte Argos, hace miles de años.

Pero el buen vinicultor es el que hace buen vino, el que maneja el arte silencioso de la alquimia más húmeda, el que rompe barreras y pone su alma en el líquido hasta parirlo hacia dentro. No hay bebida más natural, que esa que brota directamente de la tierra tras el lloro de las cepas, no hay líquido más sabio que el que nace tinto o blanco, pero se hace transparente para dejar abierta su alma al otro, el que tiene que disfrutarla.

Lo dije una vez y lo repito: un verso se mulle con palabras preñadas de sentimientos, que se han redondeado con el cincel acerado de la imaginación; un buen vino necesita el cuerpo escurrido de la uva: el líquido melifluo y el abrigo tánico. Detrás de este milagro está el conocimiento y el amor del vinicultor, solo él sabe que pasos hay que dar para llegar a Dios.