El pasado 27 de octubre todas las miradas estaban puestas en el Senado, los miembros de la cámara votaban sobre la aplicación del artículo 155 en Cataluña. Como ya es sabido, el artículo constitucional fue aprobado por una mayoría apabullante y la administración central cesó al Govern, disolvió el Parlamento catalán y convocó elecciones en la región para el 21 de diciembre. Pero este no fue el único tema tratado y aprobado por la Cámara Alta de las Cortes Generales. Como viene sucediendo desde el pasado 1 de septiembre, y los actos que le precedieron, el foco informativo ha virado de forma monotemática hacía Cataluña y el proceso en pos de la autodeterminación. Sin embargo, aquel día los senadores también dieron el visto bueno al Acuerdo Integral sobre Economía y Comercio, conocido como CETA por sus siglas en inglés, que establece un tratado de libre comercio entre la Unión Europea y Canadá.

El CETA reduce las tasas aduaneras para un gran número de productos y estandariza normas para favorecer los intercambios y para cambiar profundamente las relaciones comerciales entre los dos territorios. A simple vista ha sido vendido como acicate para el comercio, las empresas canadienses y europeas optarán a un mercado más amplio en el que expandir sus productos. Pero también ha sido criticado, fundamentalmente por los movimientos de izquierdas, por ser un acuerdo del que se beneficiarán sobre todas las grandes multinacionales, por la gran opacidad con la que se negoció el tratado y por la falta de arbitraje o regulación de algunos de los productos que llegarán desde el otro lado del atlántico.

Es en este último punto donde Toro y la industria remolachera se ven especialmente afectados por la aprobación del CETA. En Canadá las restricciones y controles de seguridad respecto algunos alimentos, ya sean de origen animal o vegetal, no son tan estrictos como los que impone la comunidad europea. Esto ha suscitado ciertas reticencias entre los pequeños ganaderos y agricultores españoles, que consideran al CETA como un torpedo en la base de flotación de su economía. El sindicato agrario COAG se ha mostrado contraria al tratado desde el inicio de las conversaciones entre Canadá y la UE, en su informe nacional destacan cómo la puesta en marcha del acuerdo tendría un impacto "especialmente negativo para los productores españoles de carne de porcino, vacuno, leche y cereales"; aunque también la remolacha, cultivo implementado en tierras toresanas, también se vería afectado por la llegada del tratado supranacional. La carne clorada, la utilización de fármacos de crecimiento, los colorantes alimentarios, el salmón clonado y los transgénicos son algunos de los productos no permitidos en la UE, pero sí en el territorio canadiense.

Competencia desigual

¿Cuál es el problema de estos productos? Algunos de ellos, como es el caso de la carne de pollo y vacuno tratada con cloro, presentan algunas incógnitas sobre los efectos que producen en la salud humana. Asimismo, COAG considera incongruente que se puedan comercializar productos llegados de Canadá que aquí están prohibidos por las restricciones sanitarias a las que obliga la legislación europea. En el caso de la remolacha, las plantas tratadas genéticamente, la UE solo permite el 0,1% del material modificado genéticamente, suponen un gran ahorro en los costes de producción, al no necesitar en muchos casos la utilización de ciertos herbicidas. Los cultivadores denuncian que con la llegada del azúcar canadiense se produciría una inequidad competitiva a la hora de comercializar los productos.

Lorenzo Rivera, presidente de COAG Zamora, señala que desde la organización están "en contra de un tratado que permite el comercio de transgénicos extranjeros cuando aquí están prohibidos". "Los acuerdos de comercio de forma general nos perjudican porque nuestras explotaciones tienen una exigencias de control animal y respeto al medioambiente que en el caso de Canadá no se cumplen", detalla Rivera. El presidente de COAG Zamora afirma que con la llegada del azúcar canadiense la "competencia sería inviable" debido al ahorro de herbicidas en el uso de la producción de alimentos modificados genéticamente.

En cuanto a la posibilidad de cultivar productos genéticos, en el caso de ser aprobados por la comunidad europea, Lorenzo Rivera se muestra prudente: "primero debe ser aprobado de forma unánime y en el caso de que resulten totalmente inocuos para la salud humana estaríamos a favor del cultivo de estos alimentos, ya que nos permitirían luchar con las mismas armas con los mercados no europeos".

Fernando García, responsable de COAG del sector remolachero en la provincia, afirma que este tipo de acuerdos tienen un carácter "muy liberalizado" que redunda de forma positiva "en las grandes multinacionales y perjudica a los pequeños agricultores". García, que conoce el pulso del campo azucarero, describe la incertidumbre con la que los cultivadores locales viven estos tratados: "estos acuerdos les permiten a las multinacionales estrujar sus intereses, tienen en su poder a las bolsas, como es el caso de la de Chicago, con la cual pueden rebajar los precios y dejar sin beneficio alguno a los pequeños productores".

Transgénicos, ¿sí o no?

Los transgénicos gozan de una concepción social muy negativa. La desinformación ha creado una imagen de estos alimentos modificados mediante ingeniería genética que se aleja de la realidad y que los muestra como una especie de mazorca con superpoderes. La verdad es que en el día a día el uso de transgénicos es una constante, aunque no nos demos cuenta: el algodón, la ropa y los jabones incluyen productos transgénicos; asimismo, mucha de la carne que consumimos procede de animales alimentados a base de productos transgénicos como la soja o el maíz.

En 2016, la Academia Nacional de las Ciencias de Estados Unidos publicó un informe sobre el impacto de los transgénicos durante los últimos 30 años. El informe reflejaba dos aspectos importantes: primero, los alimentos modificados genéticamente son tan seguros como los producidos convencionalmente y segundo, la resistencia de los transgénicos a ciertos herbicidas supone un "grave problema agronómico". Asimismo, en julio del curso pasado, 110 premios Nobel de Medicina, Física y Química pidieron a Greenpeace y a los gobiernos de todo el globo que abandonen su posición en contra de los organismos modificados con ingeniería genética. Greenpeace, por su parte, no se opone a la biotecnología, pero sí a los alimentos transgénicos al considerar que no es la solución al hambre en el mundo, ya que en el mundo "hay alimentos suficientes para todas las personas", afirman.