"Háblame de Zamora, háblame de mis amigos...". De esta forma iniciaba «siempre» el poeta zamorano Claudio Rodríguez (1933-1999) las conversaciones que durante veinte años de amistad mantuvo con el también zamorano José Ignacio Primo, profesor de Lengua y Literatura jubilado y miembro del seminario permanente que vela por el legado del poeta. Ayer abrió las jornadas que Proculto ha dedicado a los poetas zamoranos. Jornadas que, según dijo , «deberían haberse hecho en Zamora hace mucho tiempo», por lo que dedicó palabras de reconocimiento a «la labor» que está haciendo la asociación toresana.

Primo no hizo un análisis de la obra de Claudio y tampoco un relato frío de su biografía, sino que acercó al público su poesía a través de charlas, paseos, dramas y anécdotas compartidas u observadas desde la admiración. «Era un poeta puro y un desconocido como persona», dice Primo, y añade, «era generoso, desprendido, un poeta de una gran profundidad y por eso también una persona de gran dificultad». Como poeta, «un auténtico orfebre de la palabra», que no paraba «hasta encontrar la palabra justa» y de ahí «la brevedad de su obra». «Aparentemente» cantor de las «cosas sencillas», pero en realidad de un «simbolismo sublime». Y recordó su poema "A mi ropa tendida", inspirado por las prendas tendidas por las lavanderas a la orilla del Duero, pero en el que «hablaba en realidad de la purificación de alma». Ese intento de «recuperar la "blancura" a través de la infancia» que le acompañó durante toda su vida.

Cuenta Primo la «imagen de intriga» que percibió del joven Claudio, «abrigo de paño y cigarrillo en la boca, elegante y de buena planta», cuando le veía salir de su domicilio mientras él jugaba al fútbol, y que su interés se acentuó cuando le dijeron que era poeta. Supo después que aquellos «paseos solitarios» por Zamora que iniciaba en esas salidas «eran para él una liberación y una fuente de conocimiento» que le llevarían a ser conocido después como el "poeta andariego". Tras indagar en su obra cuando estudiaba en Salamanca -«fue cuando supe que era un poeta excepcional»-, Primo y Rodríguez coincidieron con el tiempo en una de «aquellas noches de poesía y flamenco» del antiguo bar "La reja" de Zamora. «Hable con él por primer vez y sintonizamos, aunque el vino, es verdad, facilitó las cosas». Volvieron a coincidir en el 66 en Oviedo, donde vivieron «una noche inolvidable». «Me preguntó por Zamora, por sus amigos, siempre lo hizo así, para él era una necesidad acuciante el regresar al pasado, a su tierra de origen...», cuenta rememorando esa noche de paseos en que el poeta «insertaba recuerdos de infancia y juventud que le venían a la cabeza» y que finalizó con un «grito lorquiano» -del poema dedica a Ignacio Sánchez Mejías- lanzado al aire, que le dio a Primo la pista para comprender «que se encontraba en constante huida». Quizá esta fue «su esencia vital», como lo fue la zozobra del binomio vivir/morir. La amistad, a partir de aquí, contó el profesor, «se fue fraguando con la transparencia que un alma tan insegura podía dejar entrever». «No quería ser popular, que le reconocieran, quería vivir con la gente sencilla», hasta el punto, relató, que «tuve con él más de una discusión porque le decía que bebiera vino bueno, de Toro, pero solo lo quería peleón porque decía que era el que bebía la gente del pueblo».

Coincidió «varias veces» con él en Madrid, donde vivía, en un momento verdaderamente dramático de su vida, puesto que en pocos años perdió a toda su familia. Compartió también con él los reconocimiento que le llegaron en los años 80 -a partir de los cuales comienzan sus visitas a Zamora-, como cuando tuvo que encargarse de fletar un autobús para trasladar a Madrid a sus amigos, «albañiles, escayolistas...», porque «quería» que estuvieran junto a él en la ceremonia de entrada en la Real Academia de la Lengua. Pocos años después ese «impulso que le lleva a querer estar rodeado de sus amigos» se acrecienta cuando la muerte comienza a ser recurrente en su obra -sin abandonar su constante evocación a la niñez-, «quizá intuyendo lo que se le venía». Pocos días antes de morir habló con Primo por teléfono desde el hospital. Sus primeras palabras volvieron a ser: "háblame de Zamora...". Su último poema es, dice su amigo, «una total coherencia ante la muerte», ese aceptar el «cumplimiento del ciclo vital». Tras fallecer, su esposa, Clara Miranda, pidió a Primo «que iniciara las gestiones para que se cumpliera su deseo, fundirse con su tierra».